«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “ld y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludad; si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros”». (Mt 10,7-13)
Hoy, festividad de Bernabé, el conocido compañero de Pablo, la Iglesia nos propone un mandato-programa específico de Jesús para sus apóstoles. Los apóstoles, que no son todos los discípulos, tienen el encargo de anunciar la proximidad del «reino de los cielos». No que digan lo primero que se les ocurra; sino que anuncien la cercanía de «el reino de los cielos», que es mucho más que la instauración del reino de David; el reino de los cielos es la apertura del cielo a los hombres; el acontecimiento Jesucristo.
Aún desconcertados los discípulos —¡ellos a la suya!— todavía le preguntan: «¿Es ahora cuando vas a instaurar el reino de David?». Jesús es hijo de David, pero es más que David (Mc 12 35-37) y su reino no es de este mundo (Jn 18,36), por mucho que lo anhelemos.
Las señales que acompañarán el anuncio de ese reino nuevo son, en el texto de hoy, cuatro cosas «imposibles», aunque las cuatro las había realizado varias veces el propio Jesús, quien, por así decir, prolonga sus portentosos poderes en o a través de sus apóstoles: curar enfermos, curar esos seres tan denostados llamados «leprosos». Y no solo eso sino «resucitad muertos», y no en sentido analógico o simbólico; devolviendo la vida a los fallecidos. Y, por encima de todo, «echad demonios». Si son capaces de tales proezas los apóstoles podrán hacer creíble el «reino de Dios», porque lo que la realidad cotidiana muestra insidiosamente es el «reino de los hombres», y con él la desolación, la desesperanza y la injusticia.
Lo de resucitar muertos es muy fuerte, impensable. Jesús se unió en su vida pública a los grandes profetas Elías y a Eliseo, a los que las Escrituras asignan tamaño milagro. Pero el evangelio de hoy lo impera a los apóstoles. Para cuando se escribió es posible que alguno de los apóstoles hubiera usado de este inmenso poder en beneficio del anuncio del «reino de los cielos». «El Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban«, concluye el evangelio de San Marcos.
Pero vosotros no llevéis oro ni plata (las acuñaciones imperiales) ni tampoco calderilla (las acuñaciones toleradas a los sometidos judíos); nada para el camino. Sería normal llevar alforja, repuesto de túnica, sandalias y bastón, lo que necesita un caminante. No. Vosotros fiaros del final del camino. El anuncio comporta un salario. No os lo dará cualquiera; averiguad quien hay allí de confianza. Permaneced acogidos en tal casa.
¿Y cómo lo sabremos, Señor? ¿Cómo discernir quién es digno de confianza? ¿Quién nos abrirá su casa y nos acogerá? ¿Quién dará crédito a nuestras palabras?
«Al entrar en una casa, saludad«. El saludo era «shalom»: la paz. Pero esta expresión es la condensación del deseo ferviente de todos los bienes, de la plena bendición de Dios. El que desea la paz a alguien quiere para él, o para su casa, o para la ciudad de la Paz, todos los bienes espirituales y materiales que quepan en la vida humana. La paz es todo lo que Dios es capaz de conceder al hombre. Quien sea sensible a tal saludo, ese es a quien buscáis, aquel que es digno de confianza; quedaos allí.
¡Paz a esta casa! Él desde luego saludaba deseando la paz (Jn 20, 21; 26. Lc 24,36)
«Si la casa lo merece, la paz que le deséais vendrá a ella«. Es intrigante este intercambio; «Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros«. El apóstol la desea y la recibe, pero ¿qué casa merece shalom? Todas las bendiciones: la curación, la sanación de lepra, la resurrección y la expulsión de los demonios. Son muchos y muy grandes los bienes que trae un apóstol. ¿Quién puede merecer tanto?
La acogida, el sagrado don de la acogida es la respuesta, que me atrevo a sugerir. Ahí están las «hospederías» de toda clase de monasterios y conventos; las «casas de acogida», y toda clase de techos en donde el otro es bienvenido. Porque lo que hicisteis con uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis. La acogida es una caridad cálida, envolvente, total, compartidora de todos los bienes, el culmen de la regla áurea «haced con los demás lo que quisierais que hicieran con vosotros». Y la paz descenderá sobre vosotros en plenitud; vuestra casa será un remanso de paz. Expulsados todos los demonios, la casa se llenará de paz. «Estando ya mi casa sosegada». Porque acogiendo a sus apóstoles lo acogemos a Él.
Francisco Jiménez Ambel