Esta verdad amorosa que me trasmite el Señor Crucificado es lo que me lleva a amarme y a amar a todos. “Me amo porque he conocido tu ternura infinita, tu misericordia sin orillas”. Es la paradoja que encierra el Crucificado: que nos confirme en la existencia Aquel que se ha hecho el inexistente. Y esta será la esencia cristiana: que la vida cristiana pase por la inexistencia a fin de ser lo que Dios quiere de ella, que elija lo que nadie quiere, lo que nadie ama, al que nadie prefiere, lo que no existe para este mundo. Que asuma la herida y siga amando. “Herida, seguiré amando”. Se trata de elegir lo que Él eligió para salvarnos: “Ya no soy yo… es Cristo quien vive en mí”…
Y, sin embargo, encuentro en este Rostro sin apariencia, mi propio rostro, desfigurado y transfigurado, crucificado y resucitado. Solo en Cristo hallamos la respuesta: perder la vida es ganarla; quien desea ganarla para sí, la pierde y se pierde. Es posible no perderse: dar la vida asumiendo la herida de los más desfavorecidos para encontrarle a Él en ellos y dejarse atraer hasta llegar a la Vida deseada.
Nos urge que el hombre perdido vuelva a Dios y que en Él se descubra a sí mismo y halle su descanso. El Señor Jesús es la orientación definitiva del hombre, Él nos lleva a la comunión de destino, “in Deum”, hacia Él vamos, y toda otra dirección es una pérdida o un camino cortado.
Que el mundo conozca a Cristo Crucificado y Resucitado para que llegue a descubrir el amor más grande que nos confirma en la vida y nos hace descansar. Es esto lo que buscábamos inquietamente. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.
M. Prado
Monasterio de la Conversión