«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Yo os aseguro, si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre”». (Jn 16, 23b-28)
Jesús va a volver al Padre. Ha prometido que enviará al Espíritu Santo, y comunica a sus discípulos una gran noticia: “Si pedís algo al Padre en mi nombre os lo dará”. Les dice que hasta el momento nada han pedido en su nombre, porque tienen a Cristo a su lado, entre ellos. Pero cuando marche de nuevo con el Padre, podrán clamarle. Y vuelve a insistirles: “Pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa”. Y, con amor, les aclara que no es que Él vaya a rogar por ellos al Padre. Les confiesa: “El Padre mismo os quiere”
No se puede decir más en menos palabras: Dios nos quiere. Cristo nos está invitando hoy, como entonces a sus discípulos, a confiar en el Señor, a pedirle con la confianza de hijos. En nombre de Jesús. Y este es el programa: la oración. Como clamó el ciego: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” (Lucas 18,38). Lo hemos oído infinitas veces: la oración es el motor de nuestra vida. Pero nos cuesta. A veces, cuando arrecia la tormenta en nuestra existencia, sentimos la necesidad de rezar. Otras veces, cuando nuestra vida está en calma, surge también la oración como gratitud al Señor. Pero también ocurre todo lo contrario: personas que pierden la fe cuando sobreviene el sufrimiento, la cruz; y creyentes que, aburguesados en la comodidad de una vida sin especiales problemas, se olvidan de Dios.
Sin embargo, quien ha descubierto que es hijo de Dios, tiene que tener la necesidad imperiosa de dialogar con el Padre, de pedirle consejo, de exponerle todas sus preocupaciones y proyectos, incluso de gritarle, de sentir su misericordia, de vislumbrar su mirada acogedora y cómplice… Pero para esto se precisa mucha fe, la experiencia de saberse amado por Dios, la certeza de que el Padre lleva nuestras vidas.
Pedir a tiempo y a destiempo, es decir, con perseverancia. Jesús nos da una catequesis sobre cómo orar. Debemos rezar con confianza y también con humildad. Mi experiencia personal es constatar que no soy el dueño de mi historia, que no puedo cambiar la evolución de los acontecimientos y que necesito sentirme en brazos de Dios. Él llegará donde yo no pueda hacerlo. Reflejé este sentimiento en estos versos: “Tener fe es no dudar de tu Amor./ Seguirte a ti, Señor, es aceptar tus silencios/ en humilde y callada esperanza.”
Certeza, seguridad, es otra de las claves de la oración. Ha sido el mismo Cristo quien nos ha dicho que pidamos y se nos dará. ¿Cuándo? El Señor tiene su tiempo. El sufrimiento nos ayuda a reconocernos pequeños y a confiar en Dios. Pero siempre que tengamos esas actitudes de humildad y confianza en Él. Pero el soberbio, quien se crea autosuficiente, no acepta que alguien trace o consienta una historia distinta a la que ha pensado; y entonces se rebela, duda de Dios, piensa que su historia está mal construida…
Ser sencillo, sentirse pequeño, saberse hijo preferido de Dios, confiar en el Padre, caminar de su mano incluso en los acontecimientos de mayor sufrimiento… son las armas del cristiano para afrontar una vida en clave de fe y, consiguientemente, de oración. Se ha dicho que una fe sin obras está muerta; yo añadiría: una fe sin oración tiene el riesgo de ser solo una etiqueta. La oración es el oxígeno del cristiano.
La oración es la llave de la vida cristiana. Orar es dialogar serena y confiadamente con el Señor. Y quien habla con Dios recibe de Él la alegría, que es ingrediente imprescindible en la vida pública de todo cristiano. Estamos en tiempo Pascual y cada día precisamos comer y beber de Cristo resucitado. Y ese es el alimento pascual que nos regala en la Iglesia, fundamentalmente a través de la Eucaristía. Podemos vivir alegres porque Dios nos ama y porque participamos de la resurrección de Cristo. Y el mundo necesita nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra alegría. Pero nada de ello será posible sin la oración intensa y permanente.
Juan Sánchez Sánchez