Román y Carlos son dos profesores de una Escuela de Enfermería y de Auxiliares Sanitarios. En un descanso entre clases, toman un café y charlan de las dificultades de su trabajo. Ambos han sido compañeros de colegio y comparten su fe cristiana. A pesar de llevar muchos años en la docencia, todavía se sorprenden de la mentalidad de sus alumnos, futuros profesionales sanitarios y de su escasa formación en cuestiones éticas y morales. Román tiene que dar precisamente las clases de Bioética. Carlos imparte Bioquímica y Fisiología.
—Ya no sé que decirles ni cómo hacerlo —se lamenta Román—. Me parece que, a la mayoría, todo lo que les digo les entra por un oído y les sale por otro… Parece que son de piedra. Impenetrables para cualquier concepto que tenga un poco de trascendencia, como esponjas para lo superficial. Desconectan enseguida de cualquier intento de reflexión existencial. Solo parecen entender los conceptos utilitaristas: vale lo que es útil o práctico, lo inmediato, lo que me conviene que valga. No vale lo bueno sino solo lo que a mí me lo parece aunque no lo sea… Cuando el año pasado les intenté explicar que la vida tiene que ser respetada desde su comienzo, aunque se trate de un pequeño embrión, me miraron con cara de indignación, como si fuese una especie de fanático. Tuve una bronca en clase con algunos de ellos muy seria. Uno, cuando hablábamos de la responsabilidad de la sexualidad y del aborto, me llegó a decir : “A mí no me amarga la vida un embrión”. Todos los conceptos básicos en bioética como el de persona, dignidad, utilitarismo, fragilidad, les resultan superfluos o simplemente no los pillan.
—Bueno, yo mejor diría que no los quieren pillar —apostilla Carlos—, porque les comprometería. Tontos no son para otras cosas…
—Eso es cierto. Se dejan convencer muy fácilmente, sin poner ningún reparo ni pedir argumentos sobre cuestiones que les son fáciles de vivir porque les interesan y les son favorables, pero ponen todo tipo de dificultades intelectuales y exigen miles de argumentos para aceptar cuestiones que les pueden comprometer la vida. Y en bioética hay muchas de esas situaciones: un embarazo inesperado, un familiar anciano al que tener que cuidar, un diagnóstico prenatal de enfermedad, una invalidez grave en una edad productiva, una enfermedad terminal… En todos estos escenarios siempre, desgraciadamente, acabamos igual: aceptan como válido lo que les conviene hacer y no lo que deben hacer, claudicando con facilidad por el camino fácil: el aborto, la eutanasia y sus aliados; y además sin muchos escrúpulos de conciencia, por lo que veo.
— No parece que les quite el sueño su estilo de vida, la verdad.
—Mira que es simple la cosa. Solo hace falta un poco de honestidad intelectual. Si yo acepto que un ser humano vale desde el momento en que empieza a existir, precisamente porque existe no puedo aceptar el aborto en ninguna condición. Mi respeto por la vida, aunque esta sea frágil, tiene que ser firme. Vales porque eres, porque existes y desde que empiezas a existir, solo por eso. ¡Seas como seas! Ahí nace la esencia de la dignidad humana. ¡No es tan complicado!
—Ya lo sé, Román. ¡No te exaltes, hombre! El problema es que ellos no lo saben y no ponen mucho interés en saberlo, por lo que veo…
—Ninguno. Créeme, ¡cero interés!
— De todos modos, tú eres un poco pesimista. ¡No todos serán así!
—Todos no, pero la mayoría sí, y los pobres que lo tienen claro son un poco marginados por el resto. Acaban claudicando para no dar la nota. El peor de los estigmas a esta edad: ser “friki” de pensamiento.
—Es una pena, pero así está el patio….
—Y eso que no les hablo nada de Dios, solo les trato de hablar desde el humanismo….
—No desesperes. No puedes cambiarles en una semana, ni en un año. Esto es así en todas las asignaturas aunque no tengan carga moral. Mis asignaturas las desprecian porque dicen que no les servirán para su trabajo. No les interesa saber cómo funciona el corazón, solo quieren saber tomar bien el pulso y la tensión arterial, aunque sean consecuencia de la función cardiaca por la que no tiene interés. Les atraen los efectos, no las causas ni la razón de lo que hacen. La verdad es que no piensan mucho…., les aburre. ¿De que les estás hablando ahora en clase?
—De los aspectos éticos en el cuidado del anciano enfermo.
—¡Madre Mía! Supongo que todos a favor de la eutanasia, ¿no?
—Hombre, todos no. Pero menean la cabeza cada dos por tres cuando les hablo del sufrimiento humano y de los cuidados paliativos, del respeto a la vida aunque sea frágil…
—También aquí prefieren la “vía rápida” para asistir a los ancianos, ¿no?
—No sé. Miedo me da preguntarles. Todo con ellos es tan irreflexivo. Si un viejo ya no vale para nada y encima sufre, pues venga, lo liquidamos y además nos creemos que le hacemos un favor a él, a su familia y a la misma sociedad.
—En moral eso se llama “falsa piedad”: poner mas interés en eliminar al que sufre que en eliminar su sufrimiento. Lo primero es simple y trivial; lo segundo, virtuoso. Siempre parece elegirse el camino fácil, rápido y letal.
—Ya sabes, “la cultura de la muerte”, lo llamó así San Juan Pablo II.
—Termino mañana el bloque de clases y no sé si he convencido a uno o dos de que tratarán a personas, únicas e irrepetibles, sagradas, no solo por ser hijos de Dios sino porque cada vida tiene un valor infinito, incluso sin recurrir al mismo Dios. También cuando son viejos e inútiles. Les intentaba explicar el otro día que un señor que envejece o que se postra enfermo en una cama no deja de ser el mismo que unos años antes jugaba al fútbol o subía una montaña, no cambia su nombre ni su carnet de identidad. La condición de anciano es como la de niño, una etapa de la vida, con sus problemas, los cuales hay que conocer para paliar, cuidar, respetar y proteger.
—Yo recuerdo que tuve un profesor de Bioética magnífico en mi Facultad, que una vez nos hizo una prueba en clase que me dejó alucinado. Me acuerdo todavía de ella. Se llamaba la Prueba de un tal Paul Ruskin…
—¿Paul Ruskin? No me suena de nada.
—Es un geriatra ocupado en temas de Bioética….
Suena un timbre… RIIIIIIING……..
—Me voy, que tengo examen y no llego…
—¿Pero dime en qué consiste lo del Ruskin ese?
—Luego te lo mando por e-mail…. ¡Adiós!
Esa noche, Román prepara su última clase de Bioética para su pequeño grupo de alumnos, basándose en el correo que Carlos, cumpliendo su palabra, le envió. Al día siguiente, Román entra en clase para darles la última lección sobre la bioética en los cuidados del anciano.
—Hoy no os voy a soltar más rollos. Simplemente os voy a exponer un caso clínico y quiero que me digáis, con total libertad y sinceridad, vuestra impresión y cuál sería vuestra actitud como futuros sanitarios ante el caso que os propongo. Nos servirá como colofón a todos los conceptos que os he estado explicando estos días y que sé que habéis asimilado con interés —dijo con sarcasmo—. Solo quiero que recordéis, antes de escuchar el caso, que la vida del anciano es la vida de una persona frágil, que precisa por tanto más atención y cuidado, y eso supone un esfuerzo paciente. Recordad también que la persona atraviesa diferentes fases en su vida, desde la infancia hasta la vejez, la salud y la enfermedad…, y en todas ellas no pierde su dignidad. Eso es lo que tenemos que preservar nosotros como cuidadores. No me enrollo más y os expongo el caso. Poned atención: Se trata de una paciente que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente, ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante horas; parece desorientada en cuanto a su persona, al espacio y al tiempo, aunque da la impresión que reconoce su propio nombre. No se interesa ni coopera en su propio aseo. Hay que darle de comer comidas blandas, pues no tiene piezas dentarias. Presenta incontinencia de heces y orina, por lo que hay que cambiarla y bañarla a menudo. Babea continuamente y su ropa está siempre manchada. No es capaz de caminar. Su patrón de sueño es errático, se despierta frecuentemente por la noche y con sus gritos despierta a los demás. Aunque la mayor parte del tiempo parece tranquila y amable, varias veces al día, y sin causa aparente, se pone muy agitada y presenta crisis de llanto inmotivado. Este es el caso. ¿Qué os parece? Decidme con sinceridad cuál sería vuestra actitud como cuidadores sanitarios.
Se formó un silencio sepulcral que se atrevió a romper el alumno más malote y descarado de la clase.
— Como nos ha autorizado a hablar con sinceridad le tomo la palabra. Yo creo que usted es un provocador. Nos ha puesto un caso extremo para poner a prueba los conceptos que durante estos días nos ha querido meter en la cabeza. Para mí un ser así es un ser inútil, y lo mejor que le puede pasar a él y a los que están a su alrededor es morirse y dejar de consumir recursos sanitarios inútilmente. Usted nos ha pedido sinceridad y eso es lo que pienso.
Finalizado el cruel discurso del “killer intelectual” de la clase, al cual Román escuchó con cara de interés, surgieron otros similares aunque no tan salvajes.
—No tan crudamente, pero yo pienso que cuidar a una persona así sería devastador, un inútil modo de dilapidar el tiempo de médicos y enfermeras.
Los más vocacionales y sensatos también hablaron; reconocían que un caso así era un prueba muy dura para la paciencia del personal sanitario, que probablemente no sabrían cuánto tiempo podrían soportar sus cuidados sin caer en la tentación de acelerar su muerte. Y así trascurrió la clase escuchando pacientemente los comentarios de los alumnos. Cuando quedaban cinco minutos para finalizar, Román se dirige a ellos por última vez.
—¿Os gustaría ver una foto de la paciente?
Román les pasó una fotografía de la paciente referida, que fue circulando entre las manos de sus alumnos. Era la foto de una preciosa criatura de seis meses. A muchos les entró una risa histérica, los más agresivos en sus comentarios se quedaron mudos, y otros simplemente se quedaron pensativos. Inevitablemente todos por fin reflexionaron. Al menos ese día reflexionaron.
Sonó el timbre: RIIIINGGG. Cambio de clase
Román recogió sus cosas y les dejó allí con la foto. Casi nadie hablaba ni se movía de sus asientos. Trataban de recordar los detalles de la descripción que su astuto profesor les había hecho y, efectivamente, todo aquello encajaba con la vida natural de un bebé. Nadie se hubiese sorprendido de esa descripción si supiesen que era un bebé pero se les hizo creer que era un anciano, y entonces su actitud se tornó deplorable. La misma persona, etapas de la vida diferentes y actitudes frente a ella radicalmente opuestas. La misma naturaleza, la humana, en la infancia y en la senectud, pero con aceptaciones muy distintas.
Esta prueba había dejado al descubierto sus corazones y se sentían así, desnudos. Román nunca supo cuántos entendieron de verdad la lección. Se dirigió a la puertaante la mirada de sus alumnos y antes de salir les miró con cariño.
—Si algún día, mientras cuidáis a un anciano enfermo os acordáis del rostro de esa niña, me daré por satisfecho. Mucha suerte.
Y desde la puerta se despidió de ellos.