No es fácil hacer un roto en una nube, pero tampoco es fácil entrar en el Reino de los Cielos, ni en el estado de conciencia donde habita Dios para nosotros, sin sentir que «se rasgan las nubes de los cielos y llueve su salvación». Isaías lo anunció a la perfección.
La gran nube del alma es el olvido. Ni siquiera la ignorancia parece tan grave como el olvido de las claves para el reconocimiento del Amor que quiere habitar en nosotros. «Es un pueblo de corazón extraviado, que no ‘reconoce’ mi camino… por eso he jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso” (Salmo 94). Terrible. Sin las claves que nos da la Palabra, es imposible el recuerdo vivo que le reconoce. Esa es la gran obra de Dios, el Espíritu Santo en nosotros: «El os recordará todo…» (Jn14,16).
Para el Padre, según testimonio de toda la Escritura, «Acordarse de su misericordia» no es una frase de adorno, es la esencia misma del encuentro que nos brinda en el Evangelio, y el punto querido y fijado por Él, para el encuentro con el hombre. Él «se acuerda de su misericordia y su fidelidad, como había prometido a nuestros padres…», y el hombre de su ‘eudokía’, el hombre de su proyecto eterno, acordándose de Él, reviviendo en su recuerdo constante, en su ‘mi-ser-in-cordia’, hace posible el encuentro. «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). ¿Hay algo más cercano y salvífico? Justamente ese recuerdo ‘eujarístico’, de pura gracia, es el mayor roto en la nube de su misericordia, que se convierte en acción de gracias.
Obviamente, el olvido al que me refiero como el nubarrón del alma, no es ese reseteo interior que produce alguna enfermedad o demencia senil, sino la opción consciente de otros caminos que se nos muestran como alternativos al Camino de Dios. No «reconocer -y por tanto no elegir- su Camino», es lo que pone a Dios de los nervios, si pudiera ser eso. El salmo 94 tiene una de las frases más duras de la Escritura: «He jurado en mi cólera, que no entraran en mi descanso», porque no reconocen «mi Camino». Es el precio que tiene que pagar el Dios Amor, por la libertad que le ha entregado a su creatura humana, para relacionarse con ella en la libertad del amor. Tras la nube del olvido, se levanta el nubarrón cerrado de la ignorancia y la muerte. Solo Jesús en su Cruz, abrió la posibilidad de romperlo. «Padre perdónalos, que no saben lo que hacen».
Algunas veces conocemos la verdad por el contraste con una proposición de la mentira, como apreciamos lo blanco por lo negro, o como descubrimos mejor la necesidad que tenemos de sol, cuando estamos en las sombras de una nube en la noche. Es la sublime técnica de amor del Padre, creador de todo lo que existe. Incluso su relación de amor en esta tesitura de creación, en este cosmos o longitud de onda en que vivimos, ha querido que sea por contrastes, por partes complementarias. «Una sima llama a otra sima, con voz de cascadas» dice el Salmo, y la muerte llama a la vida, la mujer al hombre, el hombre a su mujer, y ambos a su Dios… Y en el supremo encuentro del contrario, la plenitud de vida se derrama en la plenitud de carencia y de muerte. La justicia brilló en la injusticia… El signo del propósito creativo, que llegó a la entrega total, llamando al ser a lo que podía ser pero aún no era, fue la Cruz del Cristo Creador, Maestro, Señor y Servidor, Señor en el Servicio, lo máximo en lo mínimo.
Para el libro que aquí resumo, la definición física del término «nube» en cualquier diccionario puede ser muy sugerente en el fenómeno espiritual. «Una nube -se dice-, es un hidrometeoro que consiste en una masa visible formada por cristales de nieve o gotas de agua microscópicas suspendidas en la atmósfera. Las nubes dispersan toda la luz visible, y por eso se ven blancas. Sin embargo, a veces son demasiado gruesas o densas como para que la luz las atraviese, y entonces se ven grises o incluso negras. Las nubes son gotas de agua sobre polvo atmosférico. Luego, dependiendo de unos u otros factores, las gotas pueden convertirse en lluvia, granizo o nieve». (Tomado de Wikipedia) Hacer un paralelo con el misterio del Pueblo de Dios, o incluso con la experiencia personal de cada uno de sus miembros, en su propio ser, está cantado.
La nube de gracia, de la presencia de Dios en el camino de su pueblo, llueve y chorrea todavía Palabra para el hombre. Agua viva que hará posible el trigo, su harina para el Pan del cielo, y las semillas que hacen fecunda nuestra tierra. Pero no nos equivoquemos, otras veces, sus gotas de agua viva se convierten en nieve, dejando helado a cualquiera. O en granizo que aporrea entre rayos y truenos. Aquel «Elí, Elí, lamá sabactaní» fue el grito que resumió en la Cruz, toda la fuerza del ya dicho nubarrón oscuro de la muerte.
Las figuras del paso, de la pascua hacia la trascendencia, son muchas en la Escritura, incluyendo el velo del templo que cubría la entrada al Santo de los Santos. Pero el roto en la nube, para centrar el tema de este libro, es el recuerdo, la anamnesis, que se produce en la memoria viva de su Nombre. «Recuerda Israel», «Shemá Israel», es la base de todo mandamiento. No solo es oír la Palabra, sino escucharla y guardarla en el corazón, en una rumia constante en la memoria, que produce y mantiene el amor. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos»…! Es el gran consejo de Pablo. Y «hasta que el lucero del alba despunte en vuestros corazones..» nos dirá Pedro (2Pe 1,18).
Dios no tiene memoria, sino presencia eterna de todo lo que que existe, ha existido y existirá, eso dicho con la medida humana del tiempo y espacio, y en la relatividad con la que el hombre mide todas sus cosas. Todos los escritores sagrados han pedido al Señor que se acuerde de su gran misericordia. Los salmos siguen enseñándonos: «Recuerda que tu ternura y tu misericordia son eternas»,… «misericordia Dios mío por tu bondad»… Así también el hombre, puede tener una forma de referirse a lo que intuye distinto, fuera de sus parámetros sensibles de medir una parte de su realidad, y afianzarse en esa medida de la fe.
Pero el hombre tiene otros parámetros para medir todas sus experiencias. Incluso la Verdad suprema de sus cosas, su propio principio y su fin. Es el sentido que, de alguna forma, mide hasta lo eterno. Es la Palabra de Dios que se anuncia, informa, ilumina, y vivifica, dándonos a conocer hasta lo íntimo de Dios, sus ‘entrañas de misericordia’. Es la Palabra del Espíritu que todo lo escudriña y lo dice a los suyos. El Evangelio, rompe la nube de nuestra ignorancia, pero también nos hace ver un claro hueco de entrada hacia el misterio de la luz eterna y propia del Señor, el Padre de las luces, el que todo lo puede, y todo lo regala. El conoce las comas y los puntos de nuestro discurso, antes de ponerlas, porque Él es el ritmo exacto de la vida, y todas estas cosas que decimos, que escribimos, leemos, proclamamos o anunciamos, son como una forma o excusa para hablar de Él, con la urgencia que nos inyecta para ver la luz, más allá de la nube.
Manuel Requena