La primera noche del primer Domingo del día primero enseñaste de nuevo a los tuyos tus manos, tus pies, tu carne y tus huesos, tus ganas de comer con ellos, y calmar el susto terrible que les diste, en cuanto te vieron; como el día aquel que llegaste a ellos, caminando encima de las aguas encrespadas del lago. ¡No soy un fantasma! Dicen que gritaste (Lc 24). Pero ¿En la Verdad existen fantasmas? ¿Sin carne y sin huesos, como tenías tú, sino solo espíritu, y espíritu malo, de los que dan miedo? Esos serían ángeles; o quizás demonios, pero no el amigo, Jesús, su Maestro.
La prueba que diste de tu humanidad, al estilo nuestro, fue puro Evangelio. Después del «Pax vobis», dijiste: «YO SOY, no temáis» Dos verbos muy claves en la vida misma del Dios, que eras tú, en medio del pueblo. «Temer» al «Yo Soy» era el mandamiento sagrado, era lo primero. Sin temer a Yavhé no podía un judío ser sabio, ni grande, ni santo, ni siquiera bueno. Y tú, que te fuiste al Dios de ese pueblo, vuelves, y les dices «Pax vobis», «no temáis, Yo Soy». ¡Como si no hubiese pasado nada! Tan fresco, como si acabases de nacer esa tarde de abril. En verdad de Dios, que ¡aquello era nuevo!
Solo te quedaron, como señal vieja en tu nuevo cuerpo, cinco enormes rotos de los clavos negros, y la firma larga de una lanza enhiesta. Eran cinco heridas, en manos y pecho, por donde cabían una mano grande y los dedos gruesos de aquel pescador rudo y porfiado, Tomás, aún incrédulo.
«Tocadme, acariciadme, mirad mis heridas» (cfr. 1Jn 1,1)… « Y trae tu dedo,… estas son mis manos…¡Trae aquí tu mano, métela en mi pecho…» (Jn 20,27) ¡Soy de carne y hueso! Fue una prueba de lujo. Una prueba de amor en la carne de hombre, en la carne nueva de la Buena Nueva; la que ya no muere porque está sentada donde vive el Padre. Hoy todos sabemos, gracias a esa prueba, que tu Dios y Padre, es el Padre nuestro.