En estos días una autoridad del ayuntamiento Sevillano propone que las fiestas de Navidad se sustituyan por fiestas del solsticio de invierno.
Bien. Asépticamente no habría nada que objetar. Ya se sustituye la celebración del rito sacramental del matrimonio cristiano con otra ceremonia laica, el bautismo con otra representación excéntrica, la primera comunión con algo parecido y la Eucaristía con un convite entre colegas y la recitación de algunas fórmulas con algunos alimentos variopintos; y así sucesivamente. De hecho, la Semana Santa tiende a cambiarse por la semana blanca o semana de vacaciones por esos mundos de Dios, la fiesta de Todos los Santos por la insulsa Halloween, los Reyes Magos por Papá Noel o Santa Claus y la Cuaresma va precedida por la muestra desmadrada de zafiedad carnavelesca; por la misma regla de tres, la fiesta de la Inmaculada podría mutarse en la conmemoración de alguna de las vestales romanas o por el paseo en carroza de Miss Mundo y la del Corpus por el mismo paseíto del Míster Mundo de turno, la de Cristo Rey por el Día triunfal de la ONU.
Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu Luz
La fiesta de Navidad fue introducida tardíamente por la Iglesia para cambiar las costumbres paganas. Parece evidente que Jesucristo no nació un 25 de diciembre, pero la Iglesia escogió esta fecha para suplantar la fiesta del Nacimiento del Sol Invicto, que los paganos celebraban solemnemente (porque en el solsticio de invierno las horas de sol van creciendo hasta el solsticio de verano, que, dicho sea de paso, ya se celebra como la noche de las hogueras en lugar de la fiesta de San Juan Bautista, “el mayor nacido entre los hijos de mujer”: Mt 11,11).
El culto al sol ya venía también desde mucho antes en el Antiguo Egipto y perduraría mucho después, como en los pueblos mayas. ¿Y qué mejor Sol Invicto que el nacimiento de Jesucristo, sol que viene de lo alto? “Él es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,19), como ya había cantado Zacarías: “Nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 2,78-79). Que ahora venga alguien, con ínfulas de novedad y progresismo para retroceder a aquellas costumbres paganas, no hace más que confirmar la decepción del evangelista: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,13).
¡Qué hermosa es una las bellísima antífonas en “Oh”, la de las vísperas del día 21 de diciembre!: “Oh Sol que naces de lo alto, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”; hay en ella una gradación maravillosa de la luz: primero nos habla del sol de la aurora o sol naciente, luego de un resplandor que se empieza a encender vivamente hasta acabar en un sol glorioso. Este sí que es un canto precioso a Jesucristo Luz del mundo
Resultaría tristemente cómico vernos envueltos en felicitaciones que empiecen diciendo: “Feliz Solsticio de Invierno” o saludarnos con frases como “¿con quién vas a pasar este Solsticio de Invierno?, ¿dónde vas a ir este Solsticio de Invierno?, ¿qué te han regalado en el Solsticio de Invierno?, ¿habéis tirado ya el belén?, ¿dónde vais a poner este año el arbolito del Solsticio de Invierno?, ¡qué bueno estaba el cordero en la cena de Nochebuena, perdón, del Solsticio de Invierno!”… Hasta me temo que más de una pluma sesuda arroje condensados pensamientos y altas reflexiones para enaltecer la idea y dar la bienvenida gozosa a una fiesta tan “progre” y actual, tan en consonancia con nuestra cultura y civilización laicista, que, entre otras cosas, desbanca, ¡por fin! a la tonta y blanca Navidad, días de agria melancolía, tristes recuerdos e insoportables villancicos para muchos… Pues ¡qué bien!
El Señor nos ha revelado su salvación
La Iglesia, en cambio, es decir, nosotros los cristianos seguiremos proclamando “Feliz Navidad”, cada vez, cada año, más conscientes del misterio que semejante felicitación entraña, sabiendo que ya somos un resto, como el Resto de Israel —“No temas, pequeño rebaño mío” (Lc 12,32)—, porque ya lo dejó claro Jesús: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18,36), como previamente había rezado a su Padre: “El mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo” (Jn 17,14); pero tampoco somos extraterrestres o un “rebaño” aparte, no; la Iglesia y los cristianos vivimos en este mundo como ampliamente lo ha descrito el Concilio Vaticano II en su Constitución pastoral Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, con la misión de ser Luz de los Pueblos (en su otra Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia), para ser luz, sal y fermento de la humanidad, sabiendo que no “tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Hb 13,14), “pues ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19); por eso el Señor suplica a su Padre: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17,15). “Dichosos los que entrarán por las puertas de la Ciudad” (la Jerusalén celeste) (Ap 22,14).
La noche está avanzada, el día se echa encima
Iniciativas como estas de fomentar las fiestas o manifestaciones lúdicas laicistas y de desenterrar fiestas paganas pretéritas tienen para nosotros una vertiente positiva: nos ayudan a depurar y decantar nuestra fe y despertar del letargo y sueño sobre laureles conseguidos en siglos o décadas pasados en los que nos hemos dormido mansurrona y torpemente; nos incitan a salir de la anestesia —como ocurre con los recién operados—, vomitando las costumbres paganas. El Señor se nos ha acercado triste y desconsolado por el panorama reinante y, como a los discípulos en Getsemaní, nos ha encontrado dormidos porque nuestros ojos estaban cargados de sueño” (cfr. Mt 26,43), hasta que nos ha zarandeado con una voz imperante: “¡Levantaos!, ¡vámonos!” (Mt 26,46).
Un Niño nos ha nacido: el Mesías, el Señor
Y, en concreto, en las fiestas de Navidad, nos servirán para vivir más y mejor el misterio de la Encarnación del Verbo nacido como hombre de las entrañas de la Virgen María: Dios se ha hecho hombre para que éste llegue a ser Dios; el Verbo asume “lo nuestro” para hacer de lo nuestro algo “suyo”; el Hijo del Padre se encarna para hacernos a nosotros hijos de Dios. Más aún: la generación de Jesucristo como hombre implica no sólo a Él como cabeza, sino a todo el cuerpo, a todos los hombres (Gaudium et Spes, 22). El segundo prefacio del ciclo litúrgico de Navidad lo canta así: “el Verbo eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo…”