Esta obra conocida como “El Nacimiento” o “La Natividad de Noche”, es un pequeño óleo sobre tabla de roble que se conserva en la National Gallery de Londres. Su autor, el pintor de estilo flamenco, Geertgen tot Sint Jans, a veces conocido como Gerrit Gerritsz y, en español, como Gerardo de San Juan, por referencia a los Hermanos de San Juan en Haarlem, una congregación de laicos a la que parece ser que el artista pertenecía, fue la personalidad más destacada del arte en los Países Bajos del Norte durante la segunda mitad del s. XV. Su personalidad es única: la encantadora ingenuidad de sus pinturas y la pureza y sencillez de su estilo, inimitable, le convierten en uno de los más queridos pintores primitivos flamencos.
He aquí, en efecto, una pintura del Misterio. Cómo pintar el asombro, la intimidad y la emoción contenidos ante algo que supera lo conocido por el hombre: todo un Dios hecho carne, que nace débil, menudo, tembloroso en un comedero de animales, sobre unas pajas. ¿Cómo no arrodillarse como María y adorarlo gozosos? ¿Cómo no conmovernos y acercarnos para ser iluminados por su luz deslumbrante?
“Bienvenido seas mi Dios, mi Señor y mi Hijo”
María muy joven y bella, con finísimos rasgos, ojos rasgados, nariz recta, boca menuda, largos cabellos castaños y ondulados y frente despejada, según la moda femenina, enmarcada por una blanquísima toca de pronunciados pliegues, une sus delicadas manos de esculpidos dedos, mientras se inclina hacia delante devota a adorar a su Hijo. La figura de José es novedosa porque aparece en un segundo plano, no como el anciano despistado que dormitaba o llegaba tarde con la candela, sino como un joven y fuerte varón capaz de custodiar a María y al Hijo de Dios de enemigos tan peligrosos como el mismísimo Herodes y, sobre todo, de transmitirle la sabiduría de la Torá y el amor y el temor de Yahvé. José, sorprendido por la presencia divina, penetra en la escena con reverencia y temor de Dios. Ante el asombro de ver el prodigio, se detiene conmovido y se lleva la mano al corazón en un gesto de recogimiento lleno de intensa devoción, expresión de los sentimientos religiosos profundos del propio pintor que convierte la escena en algo sagrado. De ahí que los coros angélicos, que antaño volaban bien alto para proclamar el “Gloria in excelsis”, hayan dejado las alturas, atraídos por la luz resplandeciente, y estén ahora bien cerca asomándose curiosos alrededor del niño, a fin de ser iluminados por su luz y calor.
Esta pintura de la Natividad contiene uno de los tratamientos más atractivo y convincente de una escena nocturna, íntima y sagrada. Para muchos, verdaderamente, éste es el primer nocturno del arte occidental. No sólo es profundamente emotivo y espiritual, por el asunto, tratado a base de delicadas pinceladas, sino que técnicamente contiene originales innovaciones pictóricas: unos contrastes extremos de luz y sombra, que contribuyen a aumentar el sentido milagroso y sagrado del nacimiento.
Porque ya no es el rayo de luz de la estrella el que ilumina esta escena y guía a los magos hacia el Niño, sino que es la propia criatura en el pesebre la que irradia desde dentro, a través de su carne fosforescente al resto del mundo, empezando por el rostro deslumbrado de su madre, los de los ángeles niños adoradores y la figura de un José sobrecogido y lleno de emoción contenida. La Luz del Mundo se hace visible en la carne. Sin embargo, esta verdad dogmática no se transmite con el brillo del pan de oro, sino a través del resplandor naturalista de un cuerpo redondeado y grácil, reflejo de la piedad de la época, en la que la humildad es el camino a la santidad.
La idea de que el niño Cristo ilumina la escena de la Natividad proviene de los escritos del siglo XIV de Santa Brígida de Suecia (proclamada Patrona de Europa por Juan Pablo II), publicados alrededor de 1492, quien escribió en sus Revelaciones, que la luz del niño recién nacido era tan brillante que el sol no era comparable a ella. No sólo fue descrita minuciosamente por la santa la idea del Niño luz, sino las vestimentas, posturas, actitudes y sentimientos, contribuyendo a enriquecer esta escena pintada. Esta santa, multípara madre de ocho hijos, viaja en 1370 a los Santos Lugares y, en la cueva de Belén, recibe esta visión con todo detalle acerca de cómo fue el parto virginal:
La Virgen se descalzó, se quitó el manto blanco con que estaba cubierta y el velo que en la cabeza llevaba (…), se arrodilló con gran reverencia y se puso a orar con la espalda vuelta hacia el pesebre y la cara levantada al cielo, hacia el Oriente. Juntas las manos y fijos los ojos en el cielo, hallábase como suspensa en éxtasis de contemplación y embriagada con la dulzura divina; y estando así la virgen en oración, vi moverse al que yacía en su vientre, y en un abrir y cerrar de ojos dio a luz a su Hijo, del cual salía tan inefable luz y tanto esplendor que no podía compararse con el sol, ni la luz aquella que había puesto el anciano daba claridad alguna, porque aquel esplendor divino ofuscaba completamente el esplendor material de otra luz.
Al punto vi a aquel glorioso Niño que estaba en la tierra desnudo, y muy resplandeciente, cuyas carnes estaban limpísimas y sin la menor suciedad e inmundicia. Oí también entonces los cánticos de los ángeles de admirable suavidad y de gran dulzura.
Así que la Virgen conoció que había nacido el Salvador, inclinó al instante la cabeza y juntando las manos adoró al niño con sumo decoro y reverencia, y dijo: “Bienvenido seas mi Dios, mi Señor y mi Hijo”. Entonces llorando el niño y trémulo con el frío y con la dureza del pavimento donde estaba, se revolvía un poco y extendía los bracitos procurando encontrar el refrigerio y apoyo de la madre, la cual enseguida lo tomó en sus manos y lo estrechó contra su pecho, y con su mejilla y pecho lo calentaba con suma y tierna compasión. Después de todo entró el anciano, y postrándose en tierra delante del niño lo adoró de rodillas y lloraba de alegría. Lo pusieron en el pesebre, e hincados de rodillas, lo adoraron con inmensa alegría.
“En medio de dos animales te manifestarás”
Los artistas encuentran fascinante expresar plásticamente este relato lleno de humanidad y sentimientos. Ya no hay lugar para una figura de la madre recostada, cansada tras el parto, ante las comadronas que bañan al niño tal como el arte sirio y bizantino usaba representar. María, pariendo de rodillas se ha convertido en la primera adoradora de su Hijo, quien ya no tiene el cuerpo fajado, como era costumbre en la época, sino que exhibe primoroso su desnudez, su carne divina resplandeciente, que viene a entregar como cordero para la salvación del Hombre.
El buey y el asno tampoco quieren perderse detalle. Asomadas sus grandes cabezas sobre el pesebre para recibir un rescoldo de la cálida luz, aportan el encanto ingenuo de una tierna leyenda franciscana. Sin embargo su presencia anecdótica como animales del establo que calentaban con su aliento al recién nacido, pasó a ser considerada el cumplimiento de las profecías de Isaías (“Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne”: Is 1,3) y de Habacuc (“En medio de dos animales te manifestarás”: Ha 3,2).
En la ladera distante, visible a través de la abertura en el ruinoso establo, el resplandor de un ángel anuncia el nacimiento divino a los pastores que cuidan los rebaños mientras se calientan a la luz de la hoguera. Su presencia y el anuncio increíble de la noticia del nacimiento del Mesías, les lleva a levantar los brazos maravillados. También ellos irán a adorarlo, aunque en este caso el pintor ha preferido detenerse en el primer instante silencioso y personal de la Sagrada Familia.