Para esta escena no hay cita bíblica porque los Evangelios canónicos no mencionan este momento, pero sí los Evangelios apócrifos —el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio de la Natividad de la Virgen y el del Seudo-Mateo—, que se encargarán de contarnos con todo detalle lo concerniente a los padres de María, su parentela sus orígenes e infancia. Estos relatos siempre serán la solución a la frustrante falta de datos para los pintores y escultores que necesitarán saber más para enriquecer sus representaciones: cuándo, cómo, a qué edad, con quién y dónde… serán cuestiones en parte respondidas en estos textos antiguos, sustanciosos y llenos de curiosas anécdotas. Por ellos conocemos la piadosa historia de Joaquín y Ana, que, siendo estériles y ancianos, tras veinte años de matrimonio son bendecidos con una hija a la que pondrán por nombre María. La fecha del Nacimiento de María quedó fijada por los teólogos el 8 de septiembre porque según los astrónomos el sol, en este día, entra en el signo de Virgo, de igual manera que Cristo entrará en el vientre de la Virgen María. ¿El lugar? Jerusalén, Nazaret o Belén, según los gustos.
En la iconografía bizantina y medieval en miniaturas y mosaicos empezó a representarse esta escena con dos momentos principales: santa Ana acostada en la cama asistida por dos o más mujeres y, en primer término, contemplamos el baño de la niña en una pila, jofaina e incluso cuba con forma de copa. El agua que se vertía sobre la pila era bien visible y permitía asociar este nacimiento con el principio de la historia de la salvación, por la entrega de un Redentor de cuyo pecho brotarán ríos de agua viva. De esta forma, el baño de la Virgen, la “Tota Pulcra sine macula” (toda pura, sin mancha) se convertía en algo más que la limpieza de una suciedad corporal.
El siglo XV, con la pintura flamenca amante de los detalles, obsesionada por la plasmación realista de los objetos, convirtió este tema en una escena de género. Las amigas llegaban a charlar, traían regalos, revolvían el caldo de ave reconstituyente, que todavía recibe nombres como caldo de parida, otras calentaban el agua del baño, o bien los pañales en un pequeño brasero con las ascuas al rojo vivo, las hay que iban sacando toallas y pañales del arcón… A la habitación de María no le faltaba detalle: la cama vestida con terciopelo carmesí sobre el tradicional estrado, con la cortina del dosel recogida en un nudo, como era costumbre en las casas de las clases altas. Las sillas talladas con motivos góticos, algunas semejantes a los tronos de las iglesias o cátedras de los obispos, lámparas de bronce con alguna vela encendida signo del misterio, alfombras de nudos coloreadas, bodegones de naranjas, símbolo de fertilidad, espejos convexos en los que hacer alardes pictóricos, sin olvidar el atributo mariano de la letanía “Speculum sine macula” (espejo sin mancha) y, por fin, vidrieras emplomadas asociadas a la virginidad de María, puesto que, al igual que pasa la luz por el cristal sin romperlo, así penetrará el Espíritu Santo en el seno de María sin romper el sello de su virginidad.
El cisma protestante iniciado por Lutero, fiel solamente a lo narrado en la Biblia, provocó que la Iglesia católica comenzase a desechar los relatos apócrifos y los recogidos en la “Leyenda dorada” del dominico del siglo XIII Jacopo della Voragine. La reacción no se hizo esperar. Todos los detalles superfluos fueron desapareciendo, pero la escena perduró dada su importancia y su presencia en la vida de las imágenes de la Iglesia. Además no era un hecho falso: María había nacido, sí. Había sido bañada y envuelta en pañales, como es lógico. Eso sí, el momento no podía ser uno más en la historia de María o de Cristo. Era principalísimo. Por eso, un autor del siglo XVI, Altdorfer en un óleo sobre lienzo de 1520 que hoy se guarda en la Pinacoteca de Munich, llegó a situar la escena en el interior de una iglesia y allí, en plena nave central, adaptó la habitación de la parturienta. La cama de Santa Ana junto a la cuna bajo una ronda de ángeles que planean revoloteando como una corona sobre la cabeza de la niña predestinada presididos por uno en el centro que balancea un incensario. La tradición popular rezaba que ese día los ángeles habían descendido para ser testigos del nacimiento de su futura Reina y celebrarlo entre loas y alabanzas en su honor.
La presencia de los ángeles en este momento se hizo imprescindible. El arte tras el Concilio de Trento que intenta traer rigor, realismo y autenticidad a los hechos interpretados por los artistas, acogió entusiasmado el detalle de los ángeles en esta escena porque aportaban sacralidad a un momento que se iba de puro cotidiano. Los ángeles serán necesarios para elevar este momento tan humano al mundo divino. Y llegamos a Murillo, el pintor barroco amante de la realidad: la miseria, la infancia, la enfermedad, la pobreza, las manos rugosas, los pies descalzos… en sus niños de la calle, y pordioseros, que constituyen un prodigioso estudio de la vida popular, llena de tipos habituales: el niño espulgándose, el mendigo, el tullido, el pilluelo, la anciana despiojando al niño, la muchacha llena de candor, los vendedores de fruta, las mujeres gallegas en la ventana…
Nada mejor que proponerle una escena como ésta que se emplaza en un ámbito doméstico para permitirle invitar a sus personajes más queridos. Las criadas que antaño aparecían en la Natividad agitando un matamoscas, trayendo el caldo a la parturienta o refrescándola con un abanico, actitudes todas ellas tomadas de la vida cotidiana contemporánea, aparecerán aquí arremangadas, enfrascadas en el aseo de la recién nacida. Son jóvenes llenas de frescor, animación y agilidad, acordes con el tipo femenino murillesco. Entre ellas la matrona más madura y experimentada, cubierta con el velo por ser casada es la que precisamente sostiene a la niña y lleva la voz cantante. Pintadas con pinceladas generosas, vibrantes, con curvas amplias, y no menores escotes, enlazadas en sus posturas, acentuados movimientos y dulces gestos: de espaldas metiendo la mano en la palangana de cobre, de pie, arrodilladas, de perfil, sentadas sobre algún otro banquillo de madera similar al que nos ofrece este genial carpintero, animadas por la ternura del bebé se movilizan para traer el agua y estar prontas con las toallas para secarla.
Sin embargo la tradición del último Concilio ha dejado una huella indeleble y los ángeles, las nubes doradas, el rompimiento del cielo por la gloria… son inevitables. Aun así los angelitos rechonchos y de tiernas alas no pueden evitar estar más en lo humano que en lo divino, cuando se meten a colaborar con las tareas del hogar y acarrean la cesta, sacan y despliegan los lienzos de tela y juguetean con el perrillo, que expectante asiste estupefacto ante tamaña algarabía. Otros ángeles y querubines, sí, actúan como tales y sobrevuelan en el cielo asistiendo admirados al nacimiento. Su presencia contagia de espiritualidad a otros ángeles que en segundo término se llevan la mano al pecho en gesto de recogimiento, recreándose en su contemplación. Mientras ellas alegres y hacendosas como buenas matronas sevillanas, sin pestañear ante el rompimiento de gloria y el misterio que se les avecina, hacen y deshacen en las tareas de la casa atendiendo a la criatura. Ángeles humanizados y criadas espiritualizadas. Es el intercambio maravilloso de papeles al que nos tiene acostumbrados el talento de este pintor de lo divino por el camino de la sencilla realidad.
Palomino, que conoció al pintor personalmente, nos dice que fue favorecido del cielo no solo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza de buena persona y de amable trato, humilde y modesto. Era el menor de catorce hermanos, hijo de un cirujano barbero de economía holgada. Huérfano de padres a los diez años, tras su matrimonio con Beatriz Cabrera fue a su vez padre de diez hijos, dos de los cuales se hicieron religiosos y otros tres murieron en la terrible peste que asoló Sevilla en 1659. Tras esta terrible experiencia y tras haber perdido a su mujer en el parto de su último hijo pocos años atrás, recibe al año siguiente el encargo de esta gran obra. Aunque en la actualidad se encuentra en el Museo del Louvre de París, fue pintada para la Catedral de Sevilla en 1660 y allí permaneció hasta 1810, cuando tuvo que ser entregada por el Cabildo al mariscal Soult, para saciar su avidez y deseos de llevarse otra obra maestra, “La visión de San Antonio de Padua”, pintada en 1656 y que, con sus más de cinco metros y medio de alto, preside hoy día el baptisterio catedralicio.
En este tiempo Murillo ha evolucionado dentro de su manera propia en pleno barroco hacia un “estilo cálido”, con tonalidades luminosas y colores vibrantes, aunque en esta obra se anuncia ciertamente su posterior “estilo vaporoso” de sutiles gradaciones luminosas creando una perspectiva aérea. Luz y color son elementos centrales en todas sus etapas. La luz uniforme de sus primeros tiempos, está aquí dando paso a nuevos juegos de contraluces y claroscuros. Pero la construcción lumínica en esta Natividad no es tan sencilla como pudiera parecer. Aparece un acento tenebrista, influido por Zurbarán y Ribera. No todo es penumbra evanescente en el dormitorio al fondo, en el que se abre una puerta y el reflejo del fuego de la chimenea perfila las figuras de dos mujeres que charlan al calor del hogar, sino que tras el perfil en sombra de la silla en primer término a la izquierda, un fogonazo de luz a la izquierda anima la parte baja de la cama y alumbra lo imprescindible en los rostros de los ancianos padres, bajo el elegante dosel anudado. La mano derecha de Ana se deja caer fatigada mientras su cuerpo se vence por el peso de los años y el sobreesfuerzo del parto, al tiempo que la izquierda se recoge en su vientre maternal. Joaquín de rasgos patriarcales, desde sus ojos perdidos en la espesura de la barba, la contempla sin mayor protagonismo. El contraste es mayor sin duda en la escena luminosa de las mujeres en primer plano, en la que la propia niña y la blancura empastada de los lienzos emiten fulgores de luz a las figuras y hasta a las nubes pobladas de ángeles. Es una cascada de figuras que van trazando una gran diagonal tan del gusto barroco, cuyas formas y posiciones se gradúan con delicadas transiciones difuminadas y luminosa fluidez, desplegando matices de vivo colorido de tonalidad rojiza y nacarada, donde los rosas de la ropa de cama, los carmines de vestidos y lazos, junto con los amarillos y anaranjados de las ropas, conviven en una armonía preciosa, animada por los tonos claros de las carnaciones naturales y por los blancos algodonosos de las alas angelicales, el perrito y los lienzos de tela que alcanzan blancuras y transparencias sorprendentes.
A pesar de que muchos críticos han querido llevarle a Italia en su proceso de aprendizaje, solamente están documentados sus viajes a Madrid. Se ha dicho de él que fue persona inteligente y despierta, dotada de profundidad intelectual y vida interior, además de un temperamento lleno de bondad y sosiego que le permitió pintar con serena amabilidad y pausada percepción, escenas de género como ésta, muy del gusto hispalense llena de calor humano y ambiente dulce en la que todos querríamos estar, contagiados por la belleza entrañable de un nacimiento que cautiva y además, llena de devoción.