Cuando en 1979 Madre Teresa de Calcuta fue a recoger el Premio Nobel de la Paz, pronunció, ante la sorpresa de los allí presentes, las siguientes palabras: “Estamos hablando de la paz… El mayor destructor de la paz hoy es el aborto, porque es una guerra directa, un asesinato directo por la madre misma. (…) No estaríamos aquí si nuestros padres nos hubieran hecho eso a nosotros (…). Muchas personas están muy, muy preocupadas por los niños en India, o en África, donde muchos mueren, tal vez de desnutrición, de hambre u otros motivos…, ¡pero millones están muriendo de forma deliberada por la voluntad de la madre! Y ese es el mayor destructor de la paz hoy. Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué falta para que yo te mate a ti y tú me mates a mí? ¡No hay nada en el medio! (…) Hagamos que cada niño, nacido o no nacido, sea querido. Nosotras estamos combatiendo el aborto con la adopción. Ya hemos salvado miles de vidas; y hemos mandado mensajes a todas las clínicas, a todos los hospitales, a todas las oficinas de la policía: por favor no destruyan al niño, dénnoslo a nosotras, que nos encargaremos de ellos y les conseguiremos un hogar”.
Decía Castellani, un pensador argentino: “Desesperación es el sentimiento profundo de que todo esto no vale nada y el vivir no paga el gasto y es un definitivo engaño; y este sentimiento es fatalmente consecuente con la convicción de que no hay otra vida”. Ante la pregunta por el sentido de la vida, que llama a las puertas de Occidente de una forma tan cruda, respondemos apoyándonos en la sabiduría de los santos: «El desconocimiento propio genera soberbia; pero el desconocimiento de Dios genera desesperación» (San Bernardo).
Las grandes heridas morales del hombre y de la mujer de nuestros días son principalmente “afectivas. Las encuestas sociológicas vienen demostrado que la sensibilidad de los varones es notablemente inferior a la femenina, en lo que se refiere al valor de la vida en el seno materno. Esos mismos estudios sociológicos apuntan a que detrás de un número considerable de abortos, se esconde la presión —cuando no el chantaje— del varón. El feminismo radical, en la práctica, termina imponiendo a la mujer el modelo sexual machista.
La maternidad no comienza en el momento del parto, sino en el momento de la concepción. Afirmar que no se puede obligar a una mujer a ser madre, es olvidar que ya lo es, desde el momento en que está embarazada. A partir de ese momento solo puede elegir entre dos alternativas: ser madre de un hijo vivo, o serlo de un hijo muerto.
Santo Tomás de Aquino afirmaba en el siglo XIII que el alma era infundida entre los 40-90 días del embarazo.
Es necesario contextualizar el pensamiento de santo Tomás. En primer lugar, es obvio que en el siglo XIII no existía la embriología. Santo Tomás desconocía la existencia del genoma humano, así como el hecho de que, desde el mismo instante de la concepción, el código genético del ser humano está ya totalmente definido. En la concepción del embrión se produce el verdadero salto cualitativo. A partir de ahí, todo el desarrollo embrionario y fetal es fundamentalmente cuantitativo.
Ahora bien, el principio moral de la inviolabilidad de la vida no es exclusivo de los creyentes; porque incluso quienes no creen en el Dios autor de la vida, no pueden por menos de reconocer que ninguno de nosotros hemos elegido la vida, sino que simplemente nos ha sido ‘dada’. Paradójicamente, aquellos que hoy reivindican el supuesto derecho a abortar, ¡nacieron! Si sus madres hubiesen abortado, ellos ahora ni tan siquiera podrían hacer oír su voz…
Por ello, no estamos ante un valor exclusivamente religioso, sino ante un valor básico para la convivencia, que forma parte del suelo ético común y compartido, necesario para construir una sociedad justa.
Arrastramos un sinfín de heridas afectivas, fruto de la cruda experiencia del egoísmo del prójimo, de la fragilidad del amor humano, de las rupturas familiares, de las depresiones y ansiedades, de la falta de dominio de uno mismo, etc. Estos son los verdaderos problemas de fondo; mientras que por lo general, las ideologías no son sino una ‘huida hacia adelante’, en la absurda pretensión de justificar la propia desesperación.
Los cristianos no solo somos ‘pro-vida’, sino que —podríamos añadir— somos ‘pro-vida digna’. Es decir, no luchamos únicamente contra el mal moral del aborto, sino contra el conjunto de los males morales que atentan contra la vocación del ser humano a la felicidad.
Volvemos aquí a recalcar la intuición del Papa Francisco, que incluye el aborto en el listado de las nuevas pobrezas morales: los ‘sin techo’, los drogadictos, los refugiados, la discriminación de los pueblos indígenas, la soledad de los ancianos, las mujeres maltratadas y discriminadas, etc. Y es que, las pobrezas morales, o se afrontan todas en su conjunto o, de lo contrario, la autoridad moral de la causa pro-vida se ve notablemente mermada.
Hemos de reconocer que nuestro compromiso con la mujer embarazada, ha sido y sigue siendo insuficiente. En efecto, detrás de una mujer tentada de abortar, por lo general, se esconde una gran soledad en su maternidad. Hay una incapacidad para afrontar el reto de educar a un hijo, o de mantenerlo y cuidarlo, especialmente cuando se le anuncia que el niño viene con una posible malformación. Es absolutamente necesaria la solidaridad de toda la sociedad hacia la mujer embarazada.
Dignificar la adopción
Paradójicamente, en nuestra cultura occidental, la adopción está muy valorada desde la perspectiva de la familia adoptante, pero está estigmatizada desde la perspectiva de la madre que da el hijo en adopción. Basta señalar que las familias adoptantes tienen que viajar a países lejanos, para poder encontrar la figura de una madre dispuesta a dar su hijo en adopción. Y sin embargo, sin la generosidad de la madre que ha estado dispuesta a desprenderse de su hijo para que pueda ser educado con unos medios que ella no tiene capacidad de ofrecerle, sería imposible la generosidad de la familia adoptante.
En efecto, nos olvidamos de la generosidad que encierra la entrega de un hijo en adopción. Se trata de priorizar el bien objetivo del niño, sobre el sentido posesivo hacia él. Inevitablemente, existen dos tipos de razonamientos: “Si no puede ser mío, no lo será de nadie”; o, por el contrario, “Si yo no puedo hacerle feliz, se lo entregaré a quien pueda hacerlo”.
La segunda víctima del aborto es la mujer. A las mujeres que abortaron el magisterio de la Iglesia les dirige estas conmovedoras palabras, en la encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II: «Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre» (EV nº 99).
Muchas mujeres que abortaron han rehecho su vida, convirtiéndose incluso en defensoras cualificadas de la causa ‘pro-vida’ (José Ignacio Munilla).