En muchas culturas la muerte es elevada al rango divino, probablemente por su inexorabilidad y superioridad con respecto al ser humano, que siempre acaba sucumbiendo ante ella. Así, por ejemplo, en la mitología ugarítica o cananea —vecina de Israel— los dioses Mot («Muerte») y Yam («Mar», otro nombre para la destrucción y la muerte) luchan en sendos ciclos míticos con su hermano Baal («Señor») que representa el principio de vida y que acaba triunfando.
En la Biblia, sin embargo, no encontraremos esa personificación de la muerte — aunque ciertamente existen algunos vestigios de ello, quizá restos de épocas remotas. Para la Escritura, la muerte es el destino de toda persona, pero a la vez un mal. Del primer caso tenemos como testigo al llamado Segundo Isaías: «Toda carne es como hierba, todo su encanto, como flor del campo. Se seca la hierba, se marchita la flor» (Is 40,6-7). Del segundo lo es el salmista, que llega a proclamar a Dios apesadumbrado por la muerte de aquellos que le son fieles: «El Señor siente profundamente la muerte de los que lo aman» (Sal 116,15). Por eso la tradición de Israel no tendrá más remedio que acabar ligando la muerte al pecado, como vemos en san Pablo: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y con el pecado, la muerte» (Rom 5,12).
Pero la tradición judía también pensará la muerte con una imagen extraordinariamente hermosa: el beso de Dios. La fuente es un texto medieval, aunque basado en tradiciones más antiguas, llamado Midrás petirat Mosé (Midrás de la muerte de Moisés), que narra las últimas horas del legislador. Al final, tras las reticencias del alma de Moisés para abandonar a un hombre tan maravilloso, «el Santo, bendito sea, […] tomó el alma [de Moisés] con un beso de su boca».
Pedro Barrado