En medio de los afanes diarios, de repente paras en seco al recibir el mazazo que supone la noticia de la muerte de un ser querido. Muerte repentina e inesperada o muerte anunciada por larga y penosa enfermedad. Da igual; el golpe ante lo irreversible siempre es tremendo, siempre te cambia la vida, siempre conmociona tus entrañas y se revuelve todo tu ser.
El corazón se desgarra, el alma se anega en llanto, el espíritu se rebela contra el absurdo de una realidad irrevocable, el pecho no acierta a encontrar un consuelo para esa sensación de ahogo que se eterniza matando todo atisbo de esperanza.
Todo esto es humano, es comprensible y constituye el fondo de angustia que nos mete en nuestra impotencia, que relativiza nuestros afanes y proyectos, que nos sumerge en la amargura de la cruz, de una cruz tan horrorosa como inevitable.
En esta situación, la imaginación tiende a deslizarse por tortuosos caminos que aumentan la angustia del alma y prolongan el desconsuelo y la desesperanza de cuantos se aventuran por esa senda.
Ante el cuerpo exánime, demacrado y repulsivamente pálido, hierático e indiferente en su pétrea apariencia, los recuerdos se agolpan en la mente mientras en el subconsciente se asienta con fuerza el tremendo convencimiento de que el ser amado ha desaparecido para siempre.
Cuando cesa el revuelo de amigos y allegados que se deshacen en muestras más o menos acertadas de cercanía y consuelo, y cuando el inexorable acontecer de cada día encarrila la vida de unos y otros a la oscura rutina de siempre, entonces, especialmente entonces, se empieza a sentir con una insistencia inusitada el vacío dejado por el ser amado que se fue. Todo se vuelve recuerdo lacerante de mínimos detalles que gritan lo que fue la presencia del ser querido, de su irreparable desaparición y de la atormentada soledad que ya nunca cesará de asediar sin piedad a quien tanto sigue amando al fantasmagórico ser que fue un día y ya no existe. La esperanza ha muerto; el recuerdo sigue vivo, pero la vida carece de sentido.
Pues bien; quien así piensa se equivoca. Nada de eso es verdad.
El ser amado no se ha disuelto ante el absurdo sinsentido de una muerte que acaba con el ansia de eternidad que anida en todo corazón humano. A despecho de las apariencias, lo único que ha ocurrido es que el ser querido ha sido llamado por su Padre, ha traspasado la puerta que le ha hecho nacer a la verdadera Vida, a la Vida para siempre. Dios, infinitamente misericordioso, ha salido a su encuentro con los brazos abiertos para conducirlo, sonriente y feliz, a la morada que le tiene preparada desde toda la eternidad. Allí, el gozo, la alegría, la fiesta y el amor que todo lo envuelve colmarán los deseos de su corazón hasta alcanzar una intensidad como jamás fue capaz de concebir cuando vivía entre nosotros.
La certeza de esta verdad, que se adquiere por la fe, es suficientemente sólida como para anular cualquier mezquino sentimiento de vacío por la momentánea ausencia del ser amado.
Cuando el alma de quien todavía se encuentra en esta orilla se va empapando de esa verdad, siente cómo el corazón se le abre a Dios y puede explayarse ante su presencia en los ratos de íntima oración personal. Al hablar con el Padre, de los sentimientos más recónditos que en cada momento ocupan su espíritu, experimenta una inmensa alegría y disfruta de una paz que hasta entonces le era desconocida. Cualquier sensación de soledad desaparece, pues Dios llena el alma. Y, más aún, la persona que se entrega a tal oración llega a sentir la cercanía del ser que se le fue y que, en cierto modo, le hace partícipe de la alegría que le envuelve por toda la eternidad. Esto es así porque Dios une a todos, y a todos hace participar de su inefable gozo.
Ahora, con el alma llena de esperanza, la persona que aún batalla en esta vida entra con ilusión en el quehacer de cada día, pues tiene la certeza de que encontrará su felicidad en este valle de lágrimas abandonándose en el Señor, haciendo en todo momento su voluntad.
La pérdida del ser querido se ha transformado en fuente de esperanza, en remanso de paz y en una dulce intimidad con el desaparecido y con Dios. Todo ha sucedido para bien, Dios ha sabido sacar un gran beneficio para todos y cada día es más fuerte el deseo del reencuentro en el país de la Vida.