«No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino». Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí (San Juan 14, 1-6).
COMENTARIO
Celebramos hoy, el recuerdo de los Fieles difuntos, presentes todos los días en la oración de la Iglesia. La fecha del 2 de noviembre se fijó a comienzos del siglo Xl.
La súplica por los difuntos pertenece a la más antigua tradición cristiana, lo mismo que la ofrenda del sacrificio eucarístico para que «brille sobre ellos la luz eterna». En todas las misas, la Iglesia pide, por supuesto, por «cuantos descansan en Cristo», pero también extiende su súplica en favor de «todos los muertos cuya fe sólo el Señor conoce» y por «cuantos murieron en su amistad».
Al orar por todos los que han abandonado este mundo, pedimos también a Dios «que, al confesar la resurrección de Jesucristo, su Hijo, se afiance también nuestra esperanza de que todos sus hijos resucitarán». Si creemos que «todos volverán a la vida es porque Jesús nos dijo: «Yo soy la resurrección y la vida, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre».
Afirmamos, por fin, en nuestra oración, que Jesús es el lazo de unión con nuestros hermanos difuntos: «a Él nos unimos por la celebración del memorial de su amor” en especial en la celebración del «misterio pascual», con la comunión en su cuerpo y sangre.
Contando nuestros días, dice el salmo 90, 12, se llega «a la sabiduría del corazón»
La muerte no es el final; es tan sólo la conclusión de una etapa, y por eso no me extraña que exista un sacramento que la tenga presente. El católico sabe que en la frontera que separa el tiempo de la eternidad hay una puerta –la muerte- que se abre para dar paso al hombre. El hombre no es eterno, pero es inmortal. Nace en el tiempo, pero el tiempo termina allí donde esa puerta se abre para su alma, que es un soplo divino, como nos recuerda el Génesis (Gn. 2,7).
El obispo Dr. Torras y Bajes, escribió este pensamiento: “La muerte a unos les da miedo, a otros envidia, a algunos les tiene indiferentes, y a los elegidos les excita la esperanza».