«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le hablan cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». (Jn 20,1-9)
La luz encendida en la noche oscura ha resistido el vendaval de todas las tormentas y huracanes de la vida. Y, definitivamente, podemos albergar la esperanza de atravesar toda intemperie con la lámpara luminosa, porque la soledad y el vértigo frente al abismo y la muerte han sido vencidos.
Es muy significativo el dato señalado en todos los Evangelios: “La piedra estaba corrida”. ¡Cuántas veces anticipamos un obstáculo, que después no existe! ¡Cuántas veces nuestro comportamiento está condicionado por hipótesis, que después no suceden! El hecho de estar removida la piedra del sepulcro nos debe dar siempre esperanza. La noticia de la resurrección de Cristo ilumina el tránsito de toda existencia y es la razón por la que se remueve todo obstáculo.
Observamos que el acontecimiento está fechado el primer día de la semana, al amanecer, y se describe su localización, el lugar donde sepultaron a Jesús. Estos parámetros nos invitan a introducirnos en la escena, no como espectadores sino como protagonistas. Por este día, si asumimos el papel que nos corresponde, nuestra existencia adquiere motivos permanentes para avanzar por el sendero de la vida con esperanza.
El dolor, la cruz, la prueba, incluso la muerte, reciben en la mañana de Pascua el resplandor de su transformación en semilla de gloria. Ante el acontecimiento de Jesucristo resucitado, el creyente enciende la lámpara interior que le permite trocar la humillación en humildad; la debilidad, en fortaleza; la ultimidad, en primacía; el llanto, en alegría; la pérdida, en ganancia; la muerte, en vida.
Quienes gozan del don de la fe, por la resurrección de Cristo, consolidan su esperanza, y en el sabor amargo de todas las pruebas pregustan el anticipo de la dulzura divina.
La Pascua nos permite aceptar nuestro límite, porque en él se nos dejará sentir la mano tendida de quien resucitó a Jesús de entre los muertos. La miseria será ocasión de misericordia; la humillación, de exaltación; la impotencia nos hará conscientes del don.
Desde la resurrección de Cristo, la vida del creyente, asociada a la mortalidad de Jesús, se convierte en profecía de su misma Pascua. Por la fe se nos regala el don de volverlo todo en motivo de esperanza y de agradecimiento.
Santa Teresa de Jesús
Con Santa Teresa te deseo que goces de la certeza de Cristo resucitado: “Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien ni me ocupase; que, con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto, que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía” (Vida 37, 4). ¡Feliz Pascua florida!
Ángel Moreno