Cuando yo era niño, durante el Sábado Santo no se podía cantar, no ponían coplas en la radio, no había cine, los santos estaban tapados con paños morados y todo el mundo andaba cabizbajo, serio, con cara de funeral. Ni siquiera había procesiones de Semana Santa. A mi infantil “¿Qué pasa?”, solo obtenía: “Es que hoy está muerto Dios”. Y, además, ni había (ni hay) misa este sábado especial. “¿Tan muerto estaba Dios?”. Los crucifijos también estaban envueltos con tejidos morados.
Ignoro si Hegel o Nietzsche se inspiraron en un “Sábado Santo” para lanzar su terrible insidia sobre la “muerte de Dios”. Pero tampoco me extrañaría, dados sus estudios eclesiásticos. Los “oficios de tinieblas” teatralizaban bien un mundo sin Luz, sin Dios. El pesimismo tenía su día de triunfo. Una gruesa alfombra mojada de tristeza, desencanto y frustración se abatía sobre los humanos. La desesperanza y la desilusión sería el estado normal del hombre que “comprueba” cuán vana y absurda era la idea de que hubiera llegado el Salvador. Mejor no haberse hecho ilusiones. La densa oscuridad del hombre perdido en un universo mineral, impersonal e injusto, es tremenda pero no inimaginable.
Durante siglos se había acariciado la esperanza de que aparecería un Vengador de las injusticias, un Liberador de los oprimidos, hasta un Redentor de los pecados; estaba anunciado un Mesías, un Ungido de Dios.
Pero, superando a los profetas, poniéndose por encima de Abraham, de Moisés y de David, siendo Herodes “el Grande” rey de Judea, se presentó ante el pueblo Uno que, señalado por el Bautista y respaldado con multitud de señales y prodigios, había caldeado nuestros corazones, que hablaba con autoridad, que exponía una doctrina insólita de amor a los enemigos, que perdonaba los pecados, que curaba toda clase de males, que aseguraba la resurrección de los justos, que Jerusalén lo había recibido con alborozo… pero que, finalmente, los jefes y los dominadores lo habían torturado y lo habían crucificado fuera de la ciudad; fuera de la viña (Lc 20, 15).
La muerte había impuesto, e impone, su inexorable ley; el desengaño es brutal, pero nos devuelve a la realidad. Las muertes de los justos son especialmente inicuas, el cenit de la injusticia, pero son muertes; acaban con la vida. Los malvados triunfan. Esa parece ser la evidencia. “¿Eres tu el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?”, interpela el discutidor Cleofás a un nuevo caminante hacia Emaús (Lc 24,19). Sí, hombre; “Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y de todo el pueblo…”. Pero ahí se acabó todo; en “que fue”, en que ya es algo que pertenece al pasado. “Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel…” Pero todo ha terminado: “fue un profeta poderoso”, pero su muerte ha frustrado todo.
Además han sido “nuestros sumos sacerdotes y magistrados” (Lc 24,20) quienes lo condenaron a muerte. Estamos involucrados en el asunto. Nadie se ha alzado contra “nuestros sumos sacerdotes y magistrados”. O somos cómplices por omisión o ellos han procedido conforme a su oficio, porque sin duda son personas encumbradas por su mejor formación y más perspicaces que nosotros, pobres ilusos. Estamos desolados.
Pero, aunque las tinieblas reinen este sábado, no está claro que los impíos se salgan con la suya.
En mi infancia —y ahora también— “Los monumentos”, con exposición solemne del Santísimo, hacían presente que la muerte no tiene la última palabra. De hecho, el sábado sucedieron episodios importantes.
También existen hombres que acumulan la doble cualidad de poderosos o influyentes y, simultáneamente, piadosos. Aunque no muy valientes, José de Arimatea y Nicodemo, impidieron uno de los propósitos de la crucifixión; la ignominia. Diseñada para producir un dolor atroz, la muerte por dolor, la cruz además expone los despojos humanos a los cuervos y las alimañas, para que no quede memoria del “ajusticiado”, para que nadie jamás pueda decir dónde está “enterrado”, para que se pierda su “nombre”. Después de la cruz no hay sepultura, solo pasto para animales carroñeros; exterminio total, ignominia. El que un hombre influyente pidiera permiso y le fuera otorgado rescatar el cadáver, no solo constituye un acto de piedad, sino un contratiempo a los “planes” que urden los enemigos empeñados en que no se hable más de Él.
Sabemos de las cautelas que este sábado los hijos de las tinieblas adoptaron para que nadie venga —al pueblo, no a nosotros— con el cuento de que, como había anunciado: “Resucitó de entre los muertos, y la última impostura será peor que la primera” (Mt 27,64). Ellos sellaron la piedra y pusieron la guardia.
Entretanto, José de Arimatea había ofrecido un sepulcro “incontaminado”, en el que nadie había sido enterrado, nuevo (Mt 27,60; Jn 19,41).
La claridad que precede al despuntar el alba, antes de que salga el sol, se puede atisbar ya en estos sucesos del sábado, tal vez en premio a tanto sabath de esperanza.
Francisco Jiménez Ambel