Jesús dijo a Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, y ¿no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú “Muéstranos al Padre?” ¿No crees que yo esté en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi Nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi Nombre, yo lo haré” (Jn 14, 6-14)
Estamos en lo que podemos llamar “la despedida” del Señor de sus discípulos. Está a punto de ser derramado en libación, como más adelante dirá san Pablo a los Filipenses (Fp 2, 17): “…Y aunque mi sangre sea derramada en libación sobre el sacrificio y ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros…”.
Al hilo de esta expresión: “libación” propia del latín, de “libatio-libationis”, que expresa la acción de derramar sobre el altar, o sobre el fuego del hogar, o incluso, sobre el suelo un líquido como ofrenda con sentimiento religioso, podemos comprender mejor la experiencia de Pablo a punto de ser sacrificado derramando su sangre por el Evangelio, de igual manera que lo hizo Cristo por la Redención del mundo, y en una medida infinitamente mayor, por su condición divina.
Libar es derramar, pero en el sentido de probar, no hasta las heces, como nos dirá Jesús en su martirio, – superando este momento terrible -, sino pasar por esa prueba aceptada por la Voluntad del Padre.
Libar como liban algunos insectos como las abejas, que van probando el néctar de flor en flor; así pasa Jesús por la “prueba”. Como el Cordero Manso que es llevado al matadero sin rechistar, sin protestar, confiado en su Padre.
Y Jesucristo derrama su sangre en libación, superando esta prueba, salvando la tentación del demonio que le esperaba desde que comenzó su vida pública, cuando se retiró, – después de las tentaciones en el desierto -, para otra ocasión. (Lc 4,13).
Y Jesús deja muy claro el camino a seguir: hemos de pasar por la cruz. Él el Camino que nos conduce a la Vida Eterna. No podemos quedarnos en “tres tiendas” como diría Pedro en el Tabor: “… ¡qué bien se está aquí…”. Hemos de pasar por la cruz, que en las Manos de Jesús, se convierte en Cruz gloriosa.
Y hay un diálogo, casi a modo de “foro”, en que los discípulos Tomás y Felipe participan juntos de su incredulidad. Si Jesús les abandona, como les dice, no pueden ya vivir sin Él. Como buenos judíos, saben que a Dios no se le puede ver, ni siquiera nombrar. Y no tienen los ojos abiertos para reconocer a Jesús como su Dios. Jesucristo no se lo reprocha, sabe que no pueden, que ha de venir el Espíritu Consolador, el que les enseñará todo…Y les abre los ojos como al ciego de nacimiento, como a tantos ciegos actuales…”…lo que pidáis en mi Nombre yo lo haré…”.
Hemos de parar en esta frase: Lo que pidáis al Padre en mi Nombre, porque el Padre y Yo somos UNO…Está claramente anunciando su identidad y Unicidad con el Padre.
Y la frase retumba en los oídos: Si me pedís algo en mi Nombre, yo lo haré. Este pronombre “me”, ¿sobra? NO!! No sobra!! Identifica que es la misma Persona: me lo pedís a Mí, pues sabemos que el Nombre, en la cultura judía, identifica su palabra con la propia esencia de su SER.
Alabado sea Jesucristo