«Morir es obedecer»
Sobre dos textos quisiera alinear y argumentar la quinta de estas meditaciones sobre el morir cristiano: «Y el ángel la dejó» (Lc 1,38) y «Cristo, haciéndose semejante a los hombres…, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,7-8). El relato de la Anunciación, de Lucas, bien pudiera no quedar interrumpido en «Y el ángel la dejó», sino alargarse y completarse con el de Pablo que abarca toda la kenosis de Jesús: 6-11. Es, además de otras cosas, estimulante y hermoso imaginar a Gabriel volviendo rápido al cielo y en medio de una expectación total de la entera corte celestial, responder a la pregunta del Padre: “¿Y bien?”, con un sencillo: “Señor, ¡ha dicho que sí!”.
Un cerrado y atronador aplauso (porque se puede aplaudir no solo con las manos, sino también con las alas; de hecho aquí en la tierra hay quien lo hace hasta con las orejas) conmovió la bóveda celeste. Y ahí empezó todo. La respuesta de María (fuera un sí, o un fiat, o un ojalá, etc.) está en la misma línea que el Sí de Cristo-Jesús, que hizo de su vida entera un sí al designio de Dios Padre sobre él: siempre sí a su Voluntad; nunca no, a sabiendas de que esta actitud de aceptación implicaba un descendimiento y abandono absoluto de su dignidad de Dios, asumir la naturaleza humana en su condición más débil y frágil: la caducidad y la muerte. Pablo lo llama condición de siervo, vaciamiento de sí mismo o renuncia a la gloria que le pertenecía por su divinidad, y obediencia hasta morir en la cruz. Para Lucas esta obediencia es el cumplimiento de «toda justicia de Dios».
No es fácil, nada fácil, que un Señor renuncie a su señorío y se haga siervo, lo radicalmente opuesto al poder y mando. Habría de tener un buen motivo. Habría de contrapesar su despojamiento y renuncia con algo del mismo o mayor valor. Pero, ¿qué puede haber de más «peso» que la gloria divina? ¿A cambio de qué entregarla? A cambio de la sumisión y humilde obediencia a «lo que Dios quiera». Desde luego, sabemos que Dios no quiere la muerte (ni del pecador, ni de nadie) sino la vida. Dios ama la vida por encima de todo (Sab 11,26); es más, «Dios no ama sino a quien vive con la Sabiduría» (Sab 7,28), «no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes» (Sab 1,13). Es justamente la impiedad la que llama a la muerte (Sab 1,16), es decir la negación de Dios en la existencia, en la vida.
por gracia sois salvos
La Escritura abunda en la idea de que Dios lo que busca es la conversión del pecador, no su destrucción. Y Dios lo busca con ahínco, tenazmente, pertinazmente, sin arredrarse ante la cerrazón del corazón y de los oídos. Es tanto el deseo de vida de Dios para con los hombres, que precisamente para esta vida sin fin se decidió a poner en marcha un plan de recuperación de su proyecto inicial y fundacional con la creación, en la que todo «oía» la voz de Dios que «dijo», y fue hecho. Obedecer es lo mismo que oír, en sentido fuerte. Y acarrea la plenitud de ser y de felicidad . Desoír o no escuchar es desobedecer, y acarrea la negación más profunda del ser y la infidelidad más total. La desobediencia de uno encerró a todos en la muerte (Rom 5,19). Y la obediencia de Otro nos trajo la Vida y la Libertad: la justificación. Más aún: la prueba de la Cruz por amor es la prueba de que Dios nos ama por encima de nuestra orgullosa falta de escucha o desobediencia (Rom 5,8).
¿Qué puede haber de más peso que la gloria que Jesús tenía junto al Padre, para renunciar a ella?, decía antes. Pues el Amor, en una dimensión que apenas podemos barruntar. Juan traduce en un idea comprensible para nosotros esta realidad que nos sobrepasa: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único para que el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16ss).
El Amor es más fuerte que todo; más fuerte que la muerte. Y es la razón suprema que anima el obrar de Dios en la Creación y en la Historia, y anima al Hijo a entregar su vida en la Cruz. Ya no sirven los sacrificios ni los holocaustos. Solo es eficaz un Cuerpo (cedido por la Virgen María) dispuesto a entregarse por amor. La carta a los Hebreos dice que fue «por la gracia de Dios» que Jesús gustó la muerte para bien de todos, de donde resulta que amor y gracia se identifican. Y se identifican, de forma suprema, en la misma persona del Señor, porque si la ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado de Jesucristo (Jn 1,17). De este modo, la Encarnación se ordena a la Voluntad de Dios que es Amor al hombre en estado puro: «… me has formado un cuerpo… Entonces dije: ¡He aquí vengo —como está escrito de mí— a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10,5-10). Y, por ser Amor, llama al amor: a participar de este amor del Señor desde la Cruz, que muerto, atrae todo y a todos hacia sí.
vivir la muerte muriendo la vida
Ante la muerte nos queda a los hombres sufrirla y soportarla a duras, durísimas, penas, tratar de menguarla en su angustia (empezando por vivir como si no hubiera de llegar nunca), tratar de huir de ella corriendo hacia atrás mientras ella nos mira de frente, o buscarla desesperadamente, sin encontrarla, sin conseguirla, como dice el Apocalipsis que hicieron los hombres ante el tormento de las picaduras que producen las langostas salidas del pozo del abismo (Ap 9,6). Pero, ¿de verdad no hay forma de «tratar la muerte»? Sí que la hay: Vivirla. Como Cristo la vivió, como Cristo murió la vida terrena, reducido por amor a la ínfima categoría de siervo, sin figura ni presencia, como varón de todos los dolores; como la vivó María entregando su cuerpo y su alma al Espíritu, dejando por obediencia al amor que una espada atravesará su corazón.
Vivir la muerte muriendo la vida en un acto de entrega total a Dios, que es Amor, es la ciencia que esconde el misterio de la Cruz. Escuchar el mensaje de amor del crucificado es obedecer el mandato de Dios: corresponder con nuestra oblación entera (cuerpo y alma) a un Dios que se desvive por nosotros. Obedecer al Amor solo con amor puede hacerse.
Von Balthasar escribe páginas muy hondas y bellas en «Solo el amor es digno de fe» precisamente para recordar a la teología cristiana que sin el Amor absoluto de Dios, cuanto de Dios se diga es poca cosa o nada. Este Amor absoluto es un absoluto sobre el Amor, que nos alcanza existencialmente, permeabiliza todos los días de la vida (y la vida de todos los días) y se resuelve en la obedientia mortis, en la aceptación de nuestra propia y singular muerte, no como finiquito adecuado a la caducidad que somos, ni siquiera como estipendio o salario del pecado (que fue clavado en la Cruz con todo su negro protocolo), sino como una entrada en el descanso por haber «oído hoy su voz». (Sal 95,7-11). Vivir día a día la muerte es hacer caso a Hb 3,11: «Esforcémonos, pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga imitando aquella desobediencia».
Es bien curioso el consejo de la Escritura: trabajar buscando descansar…, plena y definitivamente. Pero es lo que hicieron el Señor Jesús y su bendita Madre, quien en la casa de Nazaret se transformó en arquetipo del sí a la muerte personal, redimida y reabsorbida en la del Señor y en su Resurrección para, de este modo, alcanzar la Gloria junto a Dios Padre.
La aceptación de la vida y la muerte como designio de este Amor previo a todo, absoluto incondicionado de nuestra razón de vivir y morir, redimensiona el obrar cristiano, porque si Dios me ha amado (y me ama) así, con esta sin medida he de amar yo, nos hemos de amar los hombres. Como dice Von Balthasar, mi acción cristiana acontecerá desde este pre-supuesto divino —inconcebible desde nuestra perspectiva humana— de modo que no sea otra cosa que «un sonido prolongado (eco), una obediencia sencilla y, en ninguna forma, una capacidad soberana propia» (O.c. Ed. Sígueme. Salamanca, 2006. pg.105).
Todo está en el Amor que nos ama, hasta el extremo de hacerse don sin límites. Su único horizonte, en el que la muerte cristiana anuncia ya el descanso escatológico, es la Resurrección del Señor y su gloria, que nos espera como herencia nuestra. En María Santísima esto es una realidad consumada. Por eso desde antiguo la comunidad cristiana concluye su oración encarnacionista con: «ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte».