En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
– «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: – «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: – «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó: – «Ninguno, Señor». Jesús dijo: – «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».(Juan 8, 1-11)
Yo soy la luz del mundo, dice Jesús. La luz hace resplandecer en el corazón de los hombres la misericordia de Dios. Sólo el que vive como experiencia profunda esta misericordia como auténtica creación de Dios, es capaz de comprender la fuerza que desprenden las palabras del Hijo de Dios a la adúltera: “Vete y, en adelante, no peques más”. Podríamos seguir oyendo a Jesús diciendo: No peques más. Buscabas amor donde no lo había, afecto donde sólo hay choques de intereses personales, vida cuando en realidad apenas conseguirías atrapar algún que otro envoltorio de colores; buscabas eso porque nadie te había dicho que había otra forma de vivir y de amar, de dar y recibir afecto. “A ti te lo digo”, como dije un día al paralítico que pusieron a mis pies (Mc 2,11). Sí, a ti te lo digo: ¡Vete y no peques más! Te doy la fuerza para enfrentarte y dominar tus fantasmas paralizantes.