«En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a BeIzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios. Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás. Cargará con su pecado para siempre”. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo». (Mc 3,22-30)
En el pasaje del Evangelio de hoy, el Señor nos recuerda toda la fuerza del pecado, el mal que daña al hombre en lo más íntimo de su espíritu; y nos manifiesta todo su amor por nosotros, al “curar las enfermedades y expulsar los demonios”.
Los escribas, sin pretenderlo y sin ser conscientes del alcance de sus palabras, dan un claro testimonio de la divinidad de Cristo. Afirman que Jesucristo expulsa los demonios, y perdona los pecados. No se preocupan de que “cure las enfermedades”. ¿Por qué? Ellos saben que curar las enfermedades también lo pueden hacer los hombres. Expulsar los demonios, perdonar los pecados, no.
¿Quién puede expulsar demonios? Solo Quien tiene autoridad sobre ellos, criaturas al fin y al cabo. No cabe otra respuesta: Dios, que los creo ángeles y ellos, en su libertad, escogieron ser enemigos de su creador. ¿Quién puede perdonar los pecados? Solo Quien ha sido ofendido por las acciones pecaminosas del hombre. Solo hay una respuesta: Dios.
Sin embargo, si los signos están claros y las señales son comprendidas, ¿por qué no las aceptan? En su ceguera, los escribas no solo no reconocen a Cristo como Dios, sino que además lo acusan de ser un blasfemo; y llegan al colmo cuando afirman que es un enviado del mismo Satanás. ¡Cuántas blasfemias, cuantas calumnias, hemos vertido los hombres sobre la persona de Nuestro Señor Jesucristo a lo largo de los siglos.
Diablo, pecado… Quizá a algunas personas les sonarán a realidades de otro mundo, de tiempos pasados. Diablo, pecado…, palabras que ya no vale la pena pronunciar a estas alturas de la historia del hombre sobre la tierra. Los escribas, en cambio, saben que son realidades con las que se encuentran, tarde o temprano, los hombres de todas las generaciones, también los que caminamos sobre el planeta Tierra hoy.
Ya Pío XII recordó que el gran pecado de los habitantes de la Europa de entonces —1945-50— era el de haber perdido la “conciencia” de pecado. Pablo VI, Juan Pablo I y II, Benedicto XVI y Francisco, lo han vuelto a señalar, cada uno a su manera; y el evangelio de hoy pone la realidad del diablo y del pecado de nuevo ante nuestros ojos.
Para que no nos dejemos engañar por las insidias del diablo, ni por sus invitaciones a pecar, a ofender a Dios y hacer el mal, el Señor hace referencia a la división que provoca la caída de un reino: todo reino dividido en guerras internas está llamado a desaparecer. Ese “reino” somos cada uno de nosotros. Y si dividimos nuestra alma apartándonos del amor de Dios y no viviendo sus Mandamientos, y seguimos las tentaciones del diablo, que nos debilitan, acabamos en ruina moral y espiritual.
El diablo provoca la división del hombre con Dios. Y la provoca, no echando diablos, sino buscándoles un lugar en el corazón del pecador, del blasfemo, y separando al hombre del amor a Dios, del amor al prójimo, y arrancando de su alma el anhelo de arrepentirse y de pedir perdón.
El Señor, expulsando demonios y perdonando pecados, manifiesta que es Él el que “ata al fuerte” y “saquea su casa”. Él manifiesta su Verdad: es Dios hecho hombre, que viene misericordioso a abrir las puertas de su corazón a todos los que, arrepentidos de sus pecados, le piden con libertad y serenidad perdón de sus pecados en el sacramento de la Reconciliación..
Los escribas se dan cuenta de todo esto, pero rechazan la mano misericordiosa que Dios les acerca en Jesucristo. Como rechazan a Dios los pecadores que permanecen en sus pecados, y no quieren recibir la misericordia, el perdón, la salvación que Dios les ofrece.
¿Qué pecados no se perdonarán? ¿Puede haber algún pecado del hombre que Dios todopoderoso y misericordioso no quiera perdonar? Cristo ha muerto y ha resucitado en rescate por todos, y redimió todos los pecados. Para que el Señor pueda perdonar los pecados de cada hombre, de cada mujer, es necesario que el hombre, la mujer le pida perdón: el Señor no impone el perdón, como no impone el amor, ni el arrepentimiento. Da la gracia para que el hombre viva y ame; y le ha constituido en libertad y con libertad para que ame y se arrepienta.
El único pecado que Dios no perdona es el pecado de quien no le pide perdón; de quien rechaza su amor. Ese es el pecado contra el Espíritu Santo. Cuando decimos a Dios que le amamos, que queremos crecer en su amor, y con amor, le pedimos perdón por nuestros pecados, Él nos abraza en su misericordia. El corazón misericordioso de Dios espera paciente el corazón contrito del hombre, que le pide perdón; y el hombre pide perdón cuando es consciente de su pecado, lo reconoce, y lo rechaza de su espíritu.
La Santísima Virgen María, Madre del Amor Hermoso, y Refugio de los Pecadores, nos invita, con su cariño maternal, a amar a su Hijo, a dorarlo en la Eucaristía, y a pedirle perdón, confesando nuestro pecados en el Sacramento de la Reconciliación.
Ernesto Juliá