«En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús: ”Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más -casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”». (Mc 10,28-31)
Jesucristo invita a sus discípulos a hacer una apuesta personal por Él y les propone un gran negocio: recibir cien veces lo invertido y el premio gordo: la vida eterna. ¿Será esto cierto en un mundo en crisis donde las angustias por el dinero atenazan a países enteros, donde, con tal de atesorar dinero, se especula ferozmente aunque con ello se esté llevando a la miseria a millones de personas (los famosos “mercados”)? ¿Habrá alguien capaz de devolver ciento por uno? La respuesta es bien sencilla: poner a prueba esta palabra de Jesucristo. Pero, claro, ¿alguien en su sano juicio puede creer esto?
Personalmente debo decir que yo sí lo hice porque me interesaba mucho esta propuesta, tanto en lo material como en lo espiritual, y Dios no me ha defraudado. Desde joven -tengo ahora 59 años- siempre me había imaginado mi vida rodeada de seguridad, fundamentalmente de la seguridad que da el dinero, y comodidad, entendida esta como la estabilidad afectiva y la ausencia de problemas. A la vez me acompañaban las eternas y angustiosas preguntas: ¿qué pasará conmigo cuando me muera? ¿Tiene algún sentido este ir y venir cotidiano? ¿Para qué estoy en este mundo? ¿Por qué, aunque las cosas no me vayan mal, me encuentro vacío?
En esas andaba cuando un día escuché una palabra de Dios: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero». Me di cuenta entonces de que toda mi vida había estado girando en torno al dinero y lo que representa. Y dejando mi razón y mis proyectos a un lado, decidí que ya estaba bien, que ya era hora de cambiar de vida.
Con gran gozo pude comprobar que este Dios que cuida de las aves del cielo y de los lirios del campo se ocupó también de mí, y ¡de qué manera! Estoy casado con Begoña y tenemos siete hijos; en mi casa solo ha entrado mi sueldo, que nunca ha sido muy alto, y sin embargo, nunca nos ha faltado nada: casa, comida, trabajo, etcétera. Dios nos ha cuidado como si fuéramos reyes, con unos detalles de ternura y cariño hacia nosotros realmente conmovedores. Y aunque en lo material he recibido cien veces más de lo que he dado, esto no es lo más importante; ahora tengo una respuesta a mis preguntas y eso ha llenado el vacío que tenía antes. Ahora sé que no moriré, que el día que cierre los ojos en este mundo los abriré contemplando el rostro del Padre, a cuya misericordia me acogeré porque mis pecados siguen siendo muchos, pero Él me ha demostrado cada día que me quiere, me levanta cuando he caído y me perdona.
Como conclusión puedo decir que antes vivía por y para mí, y ahora, aunque de una manera muy imperfecta, sé que mi vida es para aquél que murió y resucitó por mí; os aseguro que vale la pena.
Manuel O’Dogherty