«En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos: “Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A este tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”». (Lc 12,1-7)
Parece algo exagerado, pero así debió ser realmente. Miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Ya le hubiera gustado al Señor que tanta masa de gente tuvieran el mismo espíritu de aquellos ángeles del Cielo: Miles le servían, y miríadas de miríadas estaban en pie delante de Él (Dn 7,10). Las masas andan buscando a Jesús en busca de satisfacción de sus necesidades. Unos buscando seguridad material, otros seguridad afectiva, otros seguridad espiritual. Rara vez se encuentra alguno que le busque a Él por Él mismo. Para esto se requiere mucho amor. De suyo, el amor que damos a Dios en respuesta a su amor es el mismo amor que él nos da para que podamos amarle.
Las masas van a lo suyo, en busca de un beneficio común. Se agrupan los hombres para obtener ganancias con mayor fuerza. Este fenómeno social amenaza con destruir la delicadeza del amor personal. La masa masifica, absorbe la finura. Recordemos de nuevo el concepto de masa que nos ofrecía Ortega.
Una cosa es ser pueblo de Dios y otra ser masa de Dios. El pueblo es fruto de la elección de Dios, retoño de la gracia, que consta de organización y finalidad: la gloria y la alabanza al Creador. La masa suele ser estar al servicio del propio del hombre, sin conexión trascendente y, con frecuencia, al servicio de intereses terrenos o mundanos.
En torno a Cristo se va formando el nuevo pueblo de Dios, al menos esa es su intención. Pero se ve que no siempre es así. En la llamada crisis galilea (Jn 6,60-71), Jesucristo se quejaba de que la mayoría de los presentes le buscaban porque les llenaba el estómago. Eran las masas que en torno al Señor no llegaron a cuajar en pueblo de Dios. No les interesaba la fe, ni la esperanza ni la caridad. Solo la tierra, más tierra y un poco de más tierra. Acabó por quedarse casi solo. Las muchedumbres le abandonan.
Mientras estemos en esta vida siempre será conveniente traer a la memoria la magnífica obra de San Agustín: la Ciudad de Dios; dos ciudades, dos bandos, dos estilos. Babilonia y Jerusalén. Los del primer grupo quedan definidos como los que guiados por su soberbia desprecian todo lo que no son ellos. Los del segundo, como los que conducidos por la humildad son capaces de despreciarse a sí mismos con tal de que el amor salga victorioso y puedan los demás ser más. Los de Babilonia son interesados, egóticos. Los de Jerusalén son amorosos, pendientes de los intereses de Dios.
Realmente es un drama, pero un drama auténtico. Si en la otra vida hay Cielo e infierno, en esta se empiezan a dar de algún modo los prolegómenos de lo que será aquello. Aunque en esta vida es posible el traspaso de una ciudad a otra —de hecho, en muchos casos, pareciera que la cosa no tiene remedio—, la esperanza ha de mantenerse, pero la realidad habla de la existencia de dos bandos. Ya se sabe que la vida no es una peli de buenos y malos, pero la argumentación de san Agustín nos muestra algo terriblemente misterioso: hay dos ciudades. Habrá dos reinos metahistóricos.
Hay masas claramente mundanas o pecaminosas: discotecas perversas, manifestaciones en contra de la vida. Hay otras que siendo de tinte religioso son mundanas también. En el interior de la Iglesia se encuentran actitudes mundanas.
En este episodio son miles los que se pisan unos a otros en torno a Jesús. Algunos serían ya pueblo de Dios, otros pertenecerían al bando de la banda, es decir, a la banda encubierta de Babilonia. Realmente muchos son los llamados y pocos los elegidos (Mt 22,14). Pero el Señor lanza el anzuelo de pescador: “no tengáis miedo, sois mis amigos”. La confianza en Dios, la fe en la persona del Mesías es la que va formando el limo del auténtico pueblo de Dios, asamblea formada e informada por la gracia divina. La predicación de Jesucristo tiene la misión de reunir hijos en el Hijo y conducirlos a la Gloria. El miedo hace retroceder a la caridad, y sin esta no se da la unión con Dios.
Dejemos que el Señor nos siga formando. Dejemos la masa y seamos pueblo, en humildad, en fraternidad viva. Busquemos al Señor por el Señor, sin intereses galileos. Recuperemos lo que quiso darnos Dios cuando creó al hombre: el paraíso, la Jerusalén celeste.
Francisco Lerdo de tejada