«En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: “¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Algunos de los escribas se dijeron: “Este blasfema”. Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: “¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados están perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —dijo dirigiéndose al paralítico—:Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa». Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad». (Mt 9,1-8)
El Evangelio de hoy nos muestra a un paralítico que es llevado a los pies de Jesús con la esperanza de ser curado. Este hombre sufre por su parálisis física, que le obliga a tener que ser siempre trasladado en camilla, y también porque piensa, fruto de la época en que vivía, que su enfermedad es consecuencia de sus pecados o los de sus padres. La enfermedad le paraliza el cuerpo y sus pecados entierran su alma. Esto último era, con mucho, lo peor porque le cerraba las puertas de la salvación. Por eso, Jesús se dispone directamente a perdonarle sus pecados, porque con ello este hombre ya puede acceder al cielo.
Jesucristo, en su omnipotencia, puede causar la curación integral, y de hecho así lo hace en este pasaje del evangelio de San Mateo, pero quiere significar especialmente que con un corazón limpio, fruto de su perdón, lo demás pasa a un segundo plano.
Es una verdad que, en el plano existencial, lo que no vemos es más importante y trascendental que lo que alcanza nuestros ojos; aunque esta sociedad se niegue tantas veces a aceptar como verdad lo que no se pueda encerrar en un laboratorio. No está en una vitrina lo más importante para el hombre ni en un tratado podrá descifrar el enigma de la muerte.
Es manifiesto que esta sociedad, al igual que el personaje de este Evangelio, está también paralítica en el plano espiritual por el peso de un corazón repleto de esclavitudes, ídolos y falsas necesidades. Este corazón no encontrará paz ni descanso. La ausencia de Dios actúa como un velo que lo deja en tinieblas. La mayoría de las personas con las que nos encontramos a diario están obligadas a competir continuamente por obtener el primer puesto. Se encuentran obligadas a satisfacer aquello que su cuerpo les reclama, sin discernir si es bueno o no para el alma. Se afanan por ser el centro de atención de los demás, manifestando un sentido utilitarista del resto de las personas. Consumen como si todo fuera inagotable y no hubiera personas que mueren de hambre, ni niños condenados a no poder subsistir. Padecen un egoísmo enfermizo y homicida.
Esta generación no solamente esta postrada por estas dolencias sino que permanece ciega a su propia realidad. Cree que ese tipo de vida que se ha forjado es normal o que no hay otra mejor. Se ha fabricado también un espejo en el que poder mirarse sin que su conciencia le ponga en evidencia. Por eso necesita con urgencia que alguien la lleve a los pies de Jesús. Este hombre de hoy necesita que se rece y se interceda por él, porque por sí solo nada puede hacer; bastante tiene con intentar sobrevivir a esa jungla que se ha fabricado como mundo. Ha vendido la alegría que el Señor nos regala para comprar unas cuantas risas. Es vital que alguien con fe le muestre a Dios, porque la vida eterna depende de ello. Solo Jesucristo puede ir a la raíz del sufrimiento, al pecado, y perdonarlo, purificando y renovando todo nuestro ser.
Ante conflictos cada vez más violentos y graves, anda nuestra sociedad dando palos de ciego, sin enterarse que son las propias estructuras que ha creado las que generan violencia, injusticias, pobreza y desigualdades. Un pensamiento débil, ausente de toda una serie de valores que hasta ahora han sustentado nuestra civilización, ha degradado profundamente el tejido social. Se promulgan leyes inútiles o escasamente eficaces que en vez de extirpar el tumor, solo alivian, en el mejor de los casos, los síntomas.
El Señor nos habla también hoy; tiende su mano y ofrece la medicina. Quiere obrar el milagro que necesita nuestra alma, desea liberarnos de todas nuestras ataduras, que cojamos nuestra “camilla” y transitemos por el “camino de la vida”. El paralítico se dejó llevar sin oponer resistencia. Dios siempre toma la iniciativa, pero sin violentar nuestra libertad, porque esta y el amor están intrínsecamente unidos.
Hoy Jesús nos revela que la clave en la que reside la salvación del hombre radica en el perdón que nos ofrece y que posibilita que nos llenemos de su amor. Es el amor de Dios el que nos devuelve la libertad y la alegría de vivir. Pero para que el perdón produzca en nosotros sus frutos tenemos que pedirlo. Sin embargo, este mundo parece no tener nunca necesidad de ser perdonado ni de arrepentirse de nada. Se presume de fortaleza, cuando lo que en realidad se padece es una trágica necedad que lleva a la “muerte”.
El Señor cuenta con el resto que permanece fiel a su Espíritu para que interceda por todas esas personas que andan descarriadas sin saberlo ni pensar en el final de ese camino que han emprendido. Es misión de los cristianos de hoy, por tanto, rezar e interceder con especial intensidad y mostrar con hechos y palabras a Aquel del que recibimos la luz, manifestando a los demás cuál es nuestra esperanza y nuestra fe. Tenemos, y es urgente que lo hagamos, que llevar en “camilla” a los esclavos de este mundo ante Jesús, para que su corazón y su vida puedan cambiar. Con “un corazón nuevo y un espíritu nuevo”, lo demás vendrá por añadidura y no habrá enfermedad o sufrimiento que nos pueda robar la alegría de la salvación.
¡Ánimo! El Señor está con nosotros.
Hermenegildo Sevilla