Les decía [Jesús]:
–¿Se trae la lámpara para meterla debajo del celemín o debajo de la cama?, ¿no es para ponerla en el candelero? No hay nada escondido, sino para que sea descubierto; no hay nada oculto, sino para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga.
Les dijo también:
–Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. (Mc 4,21-25)
Estas dos sentencias, de carácter sapiencial, se enmarcan en la enseñanza que Jesús dirige a sus discípulos en privado («Cuando se quedó a solas [con los discípulos]…», 4,10).
La primera tiene que ver con anunciar algo que está oculto. No hay que olvidar que, en el v. 11, Jesús decía que «a vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas». Probablemente, eso oculto es el anuncio del Reino. De nuevo tenemos que fijarnos en las parábolas que Jesús acaba de contar, en las que comparaba el Reino con una semilla: pequeña en su estado actual, cuando el sembrador la siembra, pero que en sí lleva la plenitud futura del fruto. Por tanto, la enseñanza de Jesús tiene que ver con el anuncio del Reino: sus discípulos tienen la responsabilidad de anunciarlo y colaborar para que llegue y se despliegue con toda su fuerza.
En cuanto a la imagen literaria que se emplea: una luz metida debajo del celemín o bajo la cama, no deja de tener su interés por lo absurda que resulta. Un celemín (modios) era –y es– un recipiente, generalmente de madera, que servía para medir el grano. Y, desde luego, a ningún campesino galileo se le habría ocurrido usar un celemín como apagavelas… Por otra parte, en aquella época, las camas –al menos las de la mayor parte de los campesinos– no solían ser como las nuestras, con patas y espacio debajo capaz de albergar, por ejemplo, un orinal… o una lámpara de aceite (como las lucernas romanas). Normalmente se trataba de jergones hechos de paja y extendidos directamente sobre el piso. A no ser que el evangelista esté pensando en el klinê helenista, una especie de diván que tenía incluso cabecera, y que era el que se utilizaba en los banquetes de las clases más acomodadas. En todo caso, lo absurdo de las imágenes reclama la atención del lector y sirve como un eficaz punto de comparación para la negligencia que supondría ocultar el anuncio del Reino.
La segunda imagen, relativa a la medida, vendría a reforzar el sentido de la primera, la de la luz. Muy probablemente, el contexto en el que hay que entenderlo es el de los juicios: ser medido equivaldría, por tanto, a ser juzgado y, consiguientemente, ser absuelto o condenado. En este caso, no hay nada «absurdo» en ella, excepto la conclusión final, que no deja de tener su aquel. Al que tiene se le dará más, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene (o cree tener). Obviamente se trata de una severa advertencia a no ser descuidados en la tarea «misionera», de modo que el fruto obtenido –el Reino que Dios trae– estará en proporción al esfuerzo desarrollado. Y no porque ese fruto dependa de nuestro trabajo, sino que hay que hacer todo lo que esté en nuestra mano para que Dios reine. De ahí lo adecuado de las parábolas de las semillas que cuenta Jesús: crecen por sí solas, sin que el agricultor haga nada, pero, sin los trabajos y cuidados de ese agricultor, difícilmente la semilla producirá el fruto que está llamada a dar.