«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”». (Mt 11, 25-30)
Hoy en día abundan en las librerías los denominados “manuales de autoayuda”. Su término indica que en estos libros el hombre es el que aplica la medicina a su propia enfermedad. Se detallan una serie de consejos y recomendaciones de carácter paliativo y sintomático, pero sin atacar la raíz del propio mal. Me estoy refiriendo, más concretamente, a esos pequeños ensayos que pretenden haber descubierto soluciones reales y definitivas a toda una serie de carencias que, en el plano psicológico y espiritual, afectan al hombre moderno.
El problema que se puede presentar en estos casos es que detrás de la autoayuda subyace, con frecuencia, una pretendida autosuficiencia del hombre, que choca frontalmente con la verdad de que el ser humano está inmerso en una cadena de limitaciones que solo puede vencer y destruir, primero, reconociéndolas, y después, poniéndolas en manos de Dios.
Lejos de esta realidad, ante la incertidumbre en su vida el hombre recurre a adivinos; frente a la vejez utiliza cremas regeneradoras; para moldear un cuerpo perfecto acude al gimnasio; como tampoco soporta no ser el primero encuentra en esos manuales técnicas para destacar sobre los demás y, en estos casos, muchas veces el fin justifica los medios. Este hombre moderno, esclavo de estas necesidades, necesita estar dándose continuamente satisfacciones. Casi todos los deseos aparecen como legítimos. Desde el pedestal de su orgullo, pierde todo discernimiento y experimenta caídas y fracasos que le llevan a un vacío mortal.
“Te doy gracias Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”, nos dice Jesús en el evangelio de hoy. “Estas cosas” a las que se refiere el Señor son la Verdad acerca del sentido y la grandeza de la vida, obra de un Dios que nos ama hasta el extremo. Fruto de ese amor es el sacrificio y muerte de Jesucristo y el maravilloso regalo de una vida eterna, cuyos pequeños anticipos podemos empezar a disfrutar desde el presente. Pero los” sabios y entendidos” rechazan y permanecen ciegos a este ofrecimiento, advierte Jesús.
Esta generación de la que formamos parte está prisionera de su propia autosuficiencia y pretendida sabiduría. Carece del entendimiento imprescindible que acompaña a los sencillos y humildes, que les permite acercarse a la Verdad sobre Dios, sobre la verdadera felicidad y sobre la misma existencia.
La mentira en la que vive el hombre sin Dios obliga a estarse fabricando de forma continua innumerables ídolos a los que entregar la suerte. Es necesaria una alienación permanente para evitar cualquier sentimiento o pensamiento de tipo trascendente. Es de carácter obligado sumergirse en proyectos y metas evanescentes que muestran su valor real cuando aparece la muerte como una realidad ineludible. Dice Jesús que solo los sencillos que se despojan de todo artificio pueden gozar de la Verdad, que no deja de ser la felicidad a la que todo ser humano aspira desde su nacimiento.
Solo los que reconocen a Jesús como Señor de sus vidas y ponen su razón y voluntad a los pies de la cruz pueden aliviar de verdad, el cansancio y el agobio de esta vida. El que vive apartado del Señor termina en una angustia insufrible, por eso se producen muchos suicidios. El hombre tiene en lo más profundo de su naturaleza una sed de trascendencia y eternidad que solo Dios puede saciar. El demonio y sus secuaces presentan una vida falsa y todo el que cae en ella es reo de muerte.
Jesucristo aparece, clara y rotundamente, como el guía de salvación que todo hombre necesita. Rescata nuestra vida de la esclavitud, del sin sentido y del vacío. Necesitamos seguir sus pasos, abandonarnos a Él, descansar en su voluntad. No nos engaña: la cruz es imprescindible en este camino. Pero con Él, el yugo es suave y la carga ligera. Sabiendo en todo momento que el fruto de nuestros sufrimientos es la vida eterna. Dios, misteriosamente, ha elegido para el hombre este camino; lo importante es saber adónde nos conduce y que la voluntad divina siempre es lo mejor que nos puede suceder. ¿Cuántas veces hemos experimentado que imponiendo nuestro criterio solo obtenemos frustración y vacío?
Mansedumbre y humildad de corazón para vivir nuestra historia de cada día. Esta es la receta que nos da Jesús para hallar el descanso que tanto ansiamos y necesitamos. Pero no una mansedumbre y humildad dosificada por uno mismo, sino la que Él nos ha mostrado. Él es el Camino, la Verdad y la Vida y el que le sigue no queda defraudado. ¡Ánimo!
Hermenegildo Sevilla Garrido