Las bienaventuranzas que Jesús proclamó, tal y como narran los evangelios, no debieron dejar indiferentes a sus oyentes. Muchos de ellos, de hecho, se sentirían íntimamente identificados con esas proclamas. El mundo actual puede distar mucho, en cuanto a las costumbres, cultura y modos, de la época de nuestro Señor. Pero ¿no es cierto que en lo esencial seguimos igual?
Jesús se dirige a los que lloran, a los que sufren, a los que son perseguidos, es decir, toda una retahíla de los mismos “parias” de nuestra sociedad, con los que solemos tropezarnos todos los días. Gentes que son discriminadas por su condición, por su falta de competitividad, o por no estar a la altura de las circunstancias, tal y como exigen las modas del momento. Gentes que han gastado sus años en el anonimato, entregando su tiempo a otros, pero sin que esa generosidad sea reconocida. Gentes que supieron superar dificultades sin atropellar a los demás y que supieron guardar silencio ante la crítica injusta. A todos ellos se dirigía Jesús y, al final, les dice: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.
No les promete un premio en la tierra, no les asegura que, tras sufrimientos y carencias, alcanzarán, aquí, en este mundo, un bienestar o una situación económica encomiable. Tampoco les anuncia que cesarán de tener enfermedades, o que serán inmunes a las calumnias e incomprensiones. ¡No!, al terminar su discurso de las bienaventuranzas, los emplaza a una dicha definitiva, auténtica y verdadera, pero en el Cielo, no en la tierra. ¿No murió Cristo en la Cruz para salvarnos de esas situaciones? ¿Acaso no curó a lisiados y leprosos para darles una vida nueva? Entonces, ¿qué nos llega a nosotros de esos méritos de Jesús, que entregó su vida por cada uno de los que aún seguimos sufriendo y padeciendo?
sucedáneos de felicidad
Escuchamos el evangelio los domingos, o incluso diariamente, pero podemos salir de las iglesias tal y como hemos entrado: con resignación. Lo cotidiano, es decir, la prolongación de la eucaristía en nuestras horas del día a día, es enfrentarnos con las facturas del teléfono, la hipoteca de la casa, escuchar al inoportuno que nos sale al encuentro, el préstamo que no podemos devolver, o el estar dedicados a personas concretas (familia, trabajo, amigos, vecinos…), que requieren nuestra atención.
Sin embargo, seguimos mirando de soslayo a ese a quien le tocó la bonoloto, o al ganador de millones en las quinielas, como intentando arañar un tanto de prosperidad, o seguridad, con esa imaginación que nos sugiere dónde hemos de poner nuestro corazón: la felicidad en este mundo.
Por el contrario, si de verdad hemos leído o escuchado atentamente las bienaventuranzas, Cristo no solo remite la dicha al Cielo, sino que ya aquí, en este preciso instante y en el lugar donde nos encontramos, nos anima a vivir con alegría y regocijo las precariedades de nuestra condición humana.
Todas esas insuficiencias han sido ya redimidas, desde lo más íntimo de nosotros, gracias al amor de Dios manifestado en su Hijo en la cruz. He ahí lo esencial, lo que puede calmar el agobio y la ansiedad del ser humano, llenándolo de sentido y de paz. ¿No es verdad, sin embargo, que Dios, en muchas ocasiones, nos resulta un estorbo para nuestros empeños egoístas, porque buscamos otros sucedáneos que, en realidad, serán motivo para agobiarnos aún más? ¡Cuánto nos cuesta descubrir que, al apartarnos de Dios en esas situaciones tan cotidianas, estamos consumiéndonos en nuestra propia autosuficiencia!
No son exageraciones. Mira, si no, y pregúntate cuáles son tus verdaderas ambiciones, lo que en este momento desea y anhela tu corazón, y qué estarías dispuesto a llevar a cabo, o incluso dar la vida, por lo que tanto codicias.
alegría y desprendimiento
La invitación de Cristo, por tanto, no es vivir con resignación nuestro día a día, sino unirnos al mismo misterio redentor por el que Él dio la vida. San Pablo, por su parte, nos recuerda que está presente en nosotros el gran enigma de la iniquidad. Dios permite que su Hijo sea revestido de toda la infamia de la humanidad para reconciliar así lo que estaba perdido. Solo Dios era capaz de reconstruir ese orden hecho añicos desde los orígenes de la creación, y que habría de consumirse hasta las heces, hasta el colmo, allí donde ninguna criatura humana era capaz de llegar.
Por eso, la alegría a la que el Señor nos apremia solo la podremos vivir a la luz de ese misterio, escondido a los sabios de este mundo, pero revelado a los sencillos de corazón, que son los predilectos de Dios. Cristo, desde la cruz, nos invita a esa misma redención para que, unidos a Él, vayamos cubriendo lo que aún falta a su pasión: nuestra correspondencia libre y responsable al amor de Dios. Y eso solo se alcanza desde el reconocimiento de nuestra pobreza de corazón. Necesitamos en todo momento rectificar la intención de nuestros actos y, sin caer en espiritualismos, entreguemos nuestra vida tal y como la entregó Jesús: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Jesús da comienzo a sus bienaventuranzas con aquella que habría de ser condición sine qua non para llevar a cumplimiento las demás: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. La pobreza a la que alude el Señor no es otra sino aquel desprendimiento necesario para tener a Dios. Los satisfechos de las cosas del mundo, los llenos del propio “yo”, los que van “perdonando” la existencia a otros, los que se alimentan con la pedantería de sus logros, los que con su jactancia desprecian las buenas acciones de la gente honrada… Todos estos son incapaces de vivir la pobreza de espíritu, porque están vacíos en su interior. En cambio, los que luchan contra su orgullo, y se saben débiles, encuentran la fuerza de la gracia, ese amor de Dios que cubre su existencia.
a mayor sencillez, menor atadura
Aquellos que se adentran en el camino de la pobreza de espíritu, lo hacen con libertad. La esclavitud del mundo, la que demanda a gritos la atención de los “fuertes” y “sabios”, los que negaron a Dios, genera avaricia, rencor y envidia. Cuanto más gritan “¡libertad!”, más esclavos son de sus fobias y su mediocridad. En cambio, de la libertad de los pobres de espíritu nace la confianza y la fidelidad. Confianza en Dios, fidelidad al que se anticipó en el amor: Cristo, vencedor del pecado y la muerte. Por eso, san Pablo asegurará: “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?”. Con esa libertad podremos hacer lo que queramos, absolutamente todo, porque nuestro “límite” será la infinita misericordia de Dios. Tal y como aseguró san Agustín: “Ama, y haz lo que quieras”. ¿Quién puede ofrecer algo semejante en este mundo?
Son dichosos los pobres de espíritu porque son libres; no están atados a ningún condicionamiento del mundo, sino que lo humano los lleva a Dios. Todo lo que en otros puede significar obstáculo o impedimento, para el pobre de espíritu todo es ocasión para transformar lo efímero y caduco en presencia de Dios.
El dolor, la enfermedad, incluso la muerte, son oportunidades para romper ataduras y servilismos. Nadie fue más libre en este mundo que Cristo, muerto en la cruz, quien, a su vez, también experimentó el sufrimiento, el dolor o el llanto. Por ello, aquel que ama la voluntad de Dios, sea cual sea el objeto de la providencia divina (salud o enfermedad, riqueza o pobreza, tristeza o alegría…), vive una libertad que en todo momento le hace tocar la eternidad.
El pobre de espíritu, que también está sujeto al cambio de lo perecedero, sin embargo, vive inmerso en el mismo eterno presente de la divinidad; no pierde la noción de la realidad en lo más cotidiano, donde la debilidad humana es la excusa para que la perenne ternura de Dios llene ese corazón hambriento.
Así fue la vida de la Virgen María, un vacío infinito lleno solo de la gracia de Dios. Junto a su Hijo, nadie en la tierra ha alcanzado una libertad semejante, porque, “Dios se fijó en la humildad de su esclava”, es decir, en la pobreza de espíritu. ¿Seremos capaces tú y yo de decir también a Dios, en todo lo que nos acontece, “Hágase en mí según tu Palabra”? Siendo pobres de espíritu, viviremos la libertad de los hijos de Dios, que es la garantía para buscar en todo momento su voluntad. ¡Qué hermosa manera de transformar los minutos y las horas de nuestra vida en eternidad de Dios!