«Un sábado, atravesaba el Señor un sembrado; mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas. Los fariseos le dijeron: “Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?”. Él les respondió: “¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros”. Y añadió: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado”». (Mc 2,23-28)
1. Es frecuente pensar que Jesucristo andaba a la greña con los fariseos, porque proclamaba y anunciaba la Verdad sin componendas con estructuras opresoras, como habían hecho ellos con Ley de Moisés: Jesús no estaba de acuerdo con los fariseos, pero los amaba con toda su alma, hasta el punto de llorar también por ellos: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!”» (Lc 19,41). Digamos más bien, entonces, que eran los fariseos quienes andaban a la greña contra Jesús: no soportaban la denuncia de su Evangelio, de la Verdad que el Padre mismo había dispuesto dar a Israel, su pueblo querido —les daba su Verbo encarnado—, y les sentaba como una patada en el estómago (que en eso consiste el escándalo farisaico) que Jesús no se preocupara mucho del sábado, curando a enfermos en ese día. Por de pronto, ya poco antes, quizás el día anterior, ya le habían echado en cara a ver por qué sus discípulos no ayunaban, como hacían ritualmente ellos y también los discípulos del Bautista.
2. Ahora, por lo que leemos, muy mal debían andar la intendencia en el grupo de los Doce, y, a falta de algo que llevarse a la boca, la gazuza no perdona y los discípulos empezaron a cortar algunas espigas, ya doradas, restregarlas en sus manos, y comerse los granos de trigo…, sin mirar si era lunes, jueves o sábado…: ¡Tenían que apaciguar el hambre! Y, ¡claro!, poco les faltó a aquellos celadores rigurosos de la ley para acusarlos de segar y trillar, labores agrícolas prohibidas en sábado. Se necesitaba rizar el rizo para llegar a semejante agudeza intelectual y dar muestras de tan incomprensible estupidez moral: había un minucioso catálogo de acciones prohibidas en sábado (incluso hoy día, por ejemplo, si uno va a Israel, no puede apretar el botón del ascensor para subir de la planta baja al piso de tu habitación en un hotel: eso sería un «trabajo»). ¿Dónde está la explicación de tal desfiguración de la ley mosaica? En que los fariseos habían sacado lustre a su cacumen para inventarse un montón de normas a cual más ingeniosa, pensando que bastaba con practicarlas para creerse estar en regla con Dios. No importaba si el corazón estaba endurecido, la fe ausente y el amor al prójimo de vacaciones perpetuas…; lo importante eran los gestos y los ritos.
3. De ahí la respuesta de Jesús: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado». Jesús vuelve a poner las cosas en su sitio y reclama la libertad de espíritu ante todas esas ataduras legales. La libertad cristiana va mucho más allá de la observancia de preceptos y ritos; mas, para que nadie piense que así subterráneamente quisiéramos cargarnos la Ley de Dios, habrá que recordarle que no está libre para Dios quien está solo ocupado en tantos ritos, fiestas, cumplimientos religiosos…, y no ve a su hermano: es un claro ejemplo de aquel proverbio: «Los árboles no te dejan ver el bosque», es decir, estoy tan absorbido por mis prácticas religiosas, por la organización de mis fiestas sagradas, de mis ritos, de mis ceremonias, incluso de mis signos…, que, como el sacerdote y el levita ante el samaritano herido, paso de perfil y de largo del prójimo que necesita de mi tiempo, de mi consuelo, de mi visita, de mi dinero…, de mí mismo. Es así como se escribe un R.I.P. sobre el cristianismo. No son el odio y la persecución contra la Iglesia su mayor enemigo, ni siquiera el pecado, que puede convertirse en «feliz culpa» mediante el arrepentimiento, sino el apalancarse en la rutina de las normas y preceptos (esa forma de rezar como papagayos, de aburrirnos en misa, repletos de narcisismo mirándonos el ombligo, sin ver el sufrimiento de quien está, frecuentemente, a nuestro lado, incluso bajo el mismo techo —incluso en el mismo lecho—, o mirando con notable disgusto las pocas monedillas que soltamos para remediar la necesidad de quien carece de comida, ropa y casa…).
4. Y que el hombre no es para el sábado sino al revés, y que Jesucristo es señor del sábado, quiere decir dos cosas a la vez, que parecen contradictorias: aquellas normas sabáticas carecen de sustancia salvífica si no están al servicio del hombre: por eso el Señor seguirá curando en sábado (y de paso, hoy les tapa un poco la boca recurriendo al proceder del rey David, a quien todos ellos —los fariseos— respetan, recordándoles el episodio con Abiatar: ver 1 Sam 21,2-7). Pero, además, hay que remontarse a la aurora de la creación: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó […] y lo consagró» (Gén 2,2-3). Tengamos presente que «el mundo se hizo por medio del Verbo» (Jn 1,10): es el mismo Jesús quien crea el sábado —por eso es Señor del sábado—, descansa después de los seis días de la creación, y, con el tiempo y en el tiempo, se hace hombre para restaurarnos y reconducirnos a aquel «sitio» de descanso eterno con él: quiere que entremos con él en el «descanso»: entonces sí que el sábado, ese Sábado, sí está hecho para el hombre. Jesucristo está a la derecha del Padre, también como hombre, con su cuerpo resucitado, que, como un potentísimo imán, está reclamando nuestra propio cuerpo, para que, resucitados con él, entremos en ese Día de Reposo. Por eso la Iglesia no cesa de clamar con incesante vehemencia, de oriente a occidente, «¡Ven! » (Ap 22,17), «llévame contigo, ¡corramos! » (Cant 1,4); y él responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22,20).
Jesús Esteban Barranco