“Dijo Jesús sus discípulos: “No creáis que he venido a abolir la ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que dejen de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (San Mateo 5, 17-19).
COMENTARIO
Constantemente las leyes de los hombres deben ser modificadas y actualizadas, pues todos estamos de acuerdo que deben adaptarse a las cambiantes circunstancias sociales, o acaso, a la orientación política del gobierno de turno, y en eso consisten básicamente los conceptos de “democracia, progresismo y modernidad” de los que tanto se alardea en el mundo de hoy. Es decir, nuestro ordenamiento jurídico es efímero y cambiante, y solo su constante modificación lo salva de perecer, incluso, en sus aspectos más básicos y fundamentales como son las normas constitucionales, nacidas en su día como principios para perdurar.
Y entonces, Jesús, poco antes de pronunciar estas palabras del Evangelio de hoy, acababa de recitar las Bienaventuranzas, un discurso revolucionario que rompía todos los moldes del pensamiento antiguo, y que los circunstantes podían interpretar como algo nuevo e imaginativo que rompía la ley antigua. Pero Jesús sale al paso de tales pensamientos: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar plenitud”, les dice, porque la Ley de Dios es eterna, pues en su infinita sabiduría, los preceptos que nos ha dado en sus alianzas con los patriarcas Noé y Abrahán, y con la ley de Moisés, son tan perfectas que no necesitan cambiarse, pues el Señor “todo lo hace bien”, y ninguno de sus preceptos han quedado obsoletos, porque son leyes para la vida, el amor, la fraternidad, la salvación del hombre y la vida eterna.
No así las leyes de los hombres, que pueden ser justas, necesarias y convenientes, pero que carecen de los dones divinos del Espíritu Santo que las harían santas, irreversibles y perpetuas, y por ello, llevan en su seno el signo indeleble de la corruptibilidad que es inherente a la porción efímera del hombre.