«En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crímenes. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!”». (Mt 23,27-32)
Tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús, caminando con sus discípulos, les hizo una seria advertencia sobre los fariseos que en aquel momento ellos no comprendieron; la interpretaron como una especie de reprensión por el hecho de que se habían olvidado de comprar pan. Es evidente que ellos dieron un significado literal al uso que Jesús hacía de la levadura, y que todos sus pensamientos se reducían al pan material. Pero Jesús no estaba hablando ni de pan, ni de levadura literales, sino que una vez más usaba cuestiones de la vida cotidiana con el fin de ilustrar verdades espirituales de su Reino.
Para entender el uso espiritual que Jesús hacía de la levadura, primero debemos ver cuál era la forma en la que se empleaba normalmente. La levadura es un hongo microscópico que tiene una importante capacidad para realizar la descomposición mediante fermentación de diversos cuerpos orgánicos, produciendo distintas sustancias. Por ejemplo, el uso de la levadura en el pan, hace que este aumente considerablemente su tamaño. Para ello, solo es necesario guardar un poco de masa fermentada del día anterior y agregarla a la nueva. Pero como hemos dicho, el Señor se estaba refiriendo a la levadura desde una perspectiva espiritual. En este sentido, Él la veía como símbolo de algo negativo, y podemos considerar algunas de las razones para establecer este paralelismo: la levadura se extiende por toda la masa y cambia su naturaleza, operando exactamente igual que el pecado en el hombre. Tanto la levadura como el pecado son fuerzas muy poderosas; ambas tienen una gran tendencia a incrementar gradualmente su esfera de influencia y las dos actúan de forma invisible.
Los discípulos, como buenos judíos, deberían haber estado familiarizados con este simbolismo negativo de la levadura, ya que su uso estaba prohibido en todos los sacrificios (Lv 2,11), y en especial en la pascua (Ex 12,18-20).
En las imprecaciones que hemos escuchado hoy en el Evangelio hay que contextualizarlas en un discurso más amplio dirigido a amonestar seriamente a los escribas y fariseos. El Señor se refiere a ellos, y a nosotros, cuando actuamos como ellos, como levadura, es decir, como fermentadores de ideas o tendencias que pueden cambiar las formas de pensar y de actuar de las personas, apartándolas de la fe sincera y pura en Cristo. El apóstol Pablo hizo una exhortación similar a los Gálatas «Vosotros corríais bien; ¿quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Esta persuasión no procede de aquel que os llama. Un poco de levadura fermenta toda la masa« (5,7-9) .
El Señor nos amonesta hoy —como discípulos— acerca de la levadura de los fariseos. Pero ahora bien, ¿en qué consistía la levadura de los fariseos? En otra ocasión, Jesús explicó que la levadura de los fariseos es la hipocresía (Lc 12,1). Y con frecuencia les acusó de ser unos hipócritas (Mt 23,1-36). El último encuentro entre Jesús y los fariseos había vuelto a poner en evidencia que esto era realmente cierto. Ellos se habían acercado a Jesús aparentando un honesto y sincero deseo de creer en Él, y argumentando que solo necesitaban alguna evidencia «convincente» para dar ese paso. Pero la verdad es que odiaban a Jesús, habían decidido destruirle, y lo único que buscaban era la forma de tentarle. ¡Eran unos hipócritas consumados!
Toda su vida consistía en aparentar lo que realmente no eran. Les gustaba que todo el mundo pensara de ellos que eran muy santos, y para conseguirlo hacían grandes exhibiciones de religiosidad externa. Jesús les denunció enérgicamente. Les dijo que ofrendaban con el propósito de ser vistos y admirados (Mt 6,1-2); oraban buscando los sitios más concurridos con el fin de impresionar a los demás con su devoción (Mt 6:5); ayunaban haciendo todo lo posible para que los demás notaran el gran sacrificio que hacían (Mt 6,16). El Señor les acusó de que usaban todas estas formas de religiosidad externa para intentar esconder un corazón impío.
Además, aparentaban obedecer a la Palabra de Dios, cuando en realidad la habían sustituido por mandamientos humanos que ellos mismos habían ideado para proteger sus propios intereses (Mc 7,6-13). Habían convertido sus tradiciones humanas en ley divina, y obligaban a los demás a su cumplimiento riguroso como prueba de santidad y ortodoxia. ¿Cómo podían afirmar que eran fieles observadores de la ley de Dios cuando habían creado tradiciones que la invalidaban? ¿Cómo podían enseñar, y hasta obligar a su cumplimiento, diciendo que ésta era la forma correcta de honrar a Dios? Por supuesto, Jesús les reprendió duramente por todo ello.
Jesús comparó la conducta de los fariseos a la de los actores: eran hombres que interpretaban un papel. Pero el problema más grave radicaba en el hecho de que, con su actuación, habían conseguido impresionar de tal manera a la sociedad de su tiempo, que los consideraba como un ejemplo de fidelidad y santidad a seguir por todos aquellos que desearan agradar a Dios. Jesús manifestó su preocupación porque la actitud de estos hombres tenía un efecto contaminante semejante al de la levadura. Y lo triste era que con esta forma de entender la vida espiritual, ni ellos ni los que les seguían llegarían nunca a estar en una relación correcta con Dios: (Mt 23,13.15) «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando… ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros«.
Hoy el Señor nos viene a preguntar también a cada uno: ¿cómo es mi vida cristiana? ¿Soy yo un farsante, un hipócrita que vive con doblez su existencia como creyente? ¿Acaso soy como un sepulcro blanqueado que tiene una fachada muy aparente pero el corazón corrompido de toda inmundicia? Respondámonos sinceramente estas preguntas a la luz de la Palabra de Dios y tengamos muy presente esta advertencia del Papa Francisco: “Que el ejemplo de cercanía de Jesús, del amor, de la plenitud de la ley nos ayuden a no caer nunca en la hipocresía: nunca. Es tan feo ser un cristiano hipócrita. Tan feo. ¡Que Dios nos salve de esto!”.
Juan José Calles