Creo que ya se ha dicho casi todo sobre la nueva asignatura de EpC impuesta por el Gobierno. Uno, que quiere ser pacífico, si no por naturaleza al menos por convicción, no puede acallar los gritos de beligerancia que anidan en el fondo de todo ser humano y, aunque no voy a entrar en guerra abierta blandiendo las espadas en esta polémica, tampoco voy a escapar de la lid y me dispongo a echar mi cuarto a espadas.
Me encantaría que se enseñara a esta generación actual quiénes somos los que vivimos en el suelo ibérico, por qué hemos elegido y tenemos esta Constitución española, cuáles son los valores fundamentales recogidos en ella para “sacar buena nota” no sólo a fin de curso, sino luego durante toda la vida como buenos ciudadanos, respetuosos con los derechos de los demás y cumplidores de los propios deberes, donde todos somos iguales ante la ley, sin discriminaciones de ningún tipo (etnia, raza, religión, sexo, etc.); donde se inculque de dónde viene la unidad de nuestra nación, los valores patrios, con sus signos y representantes del Estado.
Me encantaría que se enseñara a nuestros niños, adolescentes y jóvenes, por ejemplo, a mantener las calles y parques limpios y a respetar el mobiliario urbano y las paredes de los edificios; me encantaría que se les educara en el respeto a los mayores; me encantaría que los chavales de hoy, tan deportistas ellos, cedieran su asiento a los viejos y embarazadas, que respetaran y estimaran a sus profesores. Me encantaría que supieran convivir con ese compañero de clase tan zaherido porque es un gafotas o algo bizco y no sabe jugar al fútbol; con esa niña que no va a la moda o que está algo gordita.
Me encantaría que les enseñaran a reflexionar sobre sí mismos, sobre todo en la fase de la aparición del yo consciente en la adolescencia, para ir descubriendo paulatinamente que también existen los otros, ampliando los horizontes de la autoestima, del valor de la familia, de los compañeros y compañeras, de la sociedad que nos rodea, de las otras regiones españolas, del mundo…
Me encantaría que se les explicara igualmente la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una joya de la cultura de nuestro tiempo (10 de diciembre de 1948), la posterior Declaración de los Derechos del Niño (1959) y otros numerosos documentos parecidos, como la más reciente de la última Asamblea General, del 7 de septiembre de este año, sobre los derechos de los pueblos indígenas.
acallar la verdad y el bien a fuerza de laicismo superlativo
Pero me inquieta sobremanera que, aprovechando esta asignatura, a mi hijo se le inoculen otras ideas, dogmas o proclamas de cualquier signo político, de derechas o izquierdas. Me horroriza que a mi hija se le proponga como moneda corriente un modelo de familia que contrasta con mi tradición; que en seguida se la adoctrine sobre cuestiones de sexo y otras tendencias. Me desasosiega que los imbuyan de otros criterios morales sobre cuestiones tan importantes como qué es el matrimonio, aprobando el divorcio exprés, legalizando hoy el aborto y mañana la eutanasia, asuntos gravísimos sobre los que nadie puede arrogarse el derecho de educar sino los padres.
Me inquieta que a una tierna planta se le imponga una espaldera, por la fuerza del “artículo 33”, para que crezca en esta o aquella dirección, que es la mía porque “aquí mando yo”, como un nuevo y ridículo Luis XIV (“el Estado soy yo”), emulando las estrategias más retorcidas de un puro estalinismo-leninismo-nazismo.
Me inquieta de hecho que la imposición de esta asignatura la haga un gobierno que se esfuerza por hacer méritos inauditos para descollar en un laicismo abiertamente descarado, fruto de un relativismo superlativo y un falso progresismo, que lleva en su propia raíz su autodestrucción por la pretensión inútil de querer corroer la verdad y el bien, dando primacía a la religión del dinero, caiga quien caiga, y canonizando la mentira subida al podio de norma de vida, confundiendo bellacamente lo legal con lo ético.
Me inquieta que se pase de curso con cuatro suspensos, pero excluyendo a esta asignatura de cualquier grupo de cuatro suspensas. Esta se impone sin más: es obligada y obligatoria.
Evidentemente al Gobierno no se le pide que se rija por motivos de fe, como hace la Iglesia, la cual, expone y propone la fe, no la impone. Ni siquiera la Iglesia da la fe, que sabe que es un don que viene de lo alto y que ella no se lo saca de la manga para repartirlo a quien le caiga simpático, sino que la fe “crea” la Iglesia, se da o se vive en la Iglesia. Ciertamente es justo y admisible que un Gobierno laico —no laicista— implante una asignatura EpC, basada en la Constitución de ese país, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en las normas de convivencia pacífica y libre, etc. Y digo “libre” porque cualquier intromisión externa para manipular las dóciles mentes y frágiles voluntades de nuestros hijos, introyectándoles cualquier tipo de adoctrinamiento, supone un atentado directo contra la esencia del hombre, por lo que rebasa las competencias de cualquier Gobierno. Y basta una ojeada a nuestra historia y a la de otros países para constatar cómo en todos los gobiernos está muy presente, desde antaño, la tentación de hacerse en seguida con el Ministerio de Educación, porque saben que ahí se cuajan los votos para mantenerse después en el poder.
“ved que yo estoy con vosotros todos los días”
Pero vayamos a ver dónde está el meollo de esta cuestión. Desde el punto de vista jurídico —y no solo jurídico—, ya lo han dejado claro eximios doctores, como el Cardenal Antonio María Rouco, de Madrid, y el Cardenal de Toledo, Antonio Cañizares. Aquí me limito a apuntar brevísimamente la raíz de dónde nacen las divergencias entre la Iglesia y los poderes públicos.
Todo depende del concepto antropológico de que se parta. Si partimos de la visión bíblica-cristológica de la Iglesia, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios teniendo como modelo a Jesucristo, su Verbo encarnado, para vivir en esta tierra destinado a la unión definitiva con Dios, por la resurrección de Jesucristo y con la potencia-virtud del Espíritu Santo. No se puede, pues, jugar con este hombre que tiene su alfa y omega en Dios, ni se le puede manipular cegándole la transcendencia.
Si en cambio partimos de una concepción puramente materialista del hombre sin importarnos ni su origen ni su destino, es más, negándole cualquier fisura a la transcendencia, vale todo y, de hecho, es lo que sucede.
En todo caso no nos amilanemos constatando que “los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz” (Lc 16,8): “No temas, pequeño rebaño mío” (Lc 12,32), pues yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 16,18) y “las puertas del infierno no prevalecerán” (Mt 28,20), porque “la victoria es de nuestro Dios y del Cordero” (Ap 7,10).