«En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero, queda limpio”. Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: “No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés”». (Mt 8,1-4)
“Si quieres puedes”. Cuantas veces en la juventud hemos oído este dicho como un bonito consejo para estimularnos en la lucha por la vida. Parece que el hombre de hoy puede con todo si lo desea de verdad, pone los medios para conseguirlo y su esfuerzo personal. Estamos en la sociedad de la autosuficiencia y de la confianza en nuestras fuerzas. Sin embargo, conforme pasa la vida, demasiadas veces experimentamos que queremos de veras algo y nunca lo podemos alcanzar a pesar de nuestros esfuerzos. No me refiero solo a los logros académicos o profesionales o a la virtud que perseguimos, también me refiero a la salud del cuerpo o a las limitaciones personales y emocionales.
Podríamos equiparar esas situaciones de “querer y no poder” a la lepra de los tiempos de Jesús. Ningún leproso se podía curar. La lepra además tenía unas especiales connotaciones de rechazo y repulsión que obligaba a los afectados a vivir apartados del resto. El leproso era el estado de la máxima impotencia humana. Nada se podía frente a esa enfermedad, solo vivir apartado hasta morir en el olvido y el abandono de todos.
Sí, la lepra era una enfermedad que se deseaba curar pero no se podía curar. Se quería pero no se podía. Cuantas cosas deseo que desaparezcan de mi vida personal con todas mis fuerzas y no puedo quitármelas de encima. Quiero pero no puedo.
¿Me he preguntado alguna vez cuál es la lepra de mi vida? Mis miedos, mis vicios, mi difícil carácter, mis limitaciones personales o corporales, mis dolores físicos o emocionales, mis tristezas permanentes, mis complejos que me atenazan, mis duros recuerdos que no puedo arrancar, mis rencores invencibles, mi afán de protagonismo, mi superficialidad, mi indiferencia ante los demas… Todo eso es lepra, aunque se vista a veces de bella apariencia ante el mundo. Sí, hay mucha lepra oculta tras risotadas, maquillajes y bonitas ropas, pero es lepra.
Pues aprendamos de los leprosos que nos han precedido, como el del Evangelio de hoy. Nuestra lepra, es decir, nuestros: “quiero pero no puedo”, hay que llevarlos ante el Señor y de rodillas decirle: “si quieres puedes curarme…”. Él es el único que realmente si quiere, puede. Nosotros no lo tenemos asegurado. Eso de “querer es poder” está bien para sacar un carrera universitaria, el carné de conducir o la medalla de oro en tiro con arco, pero el común de los mortales tiene su vida repleta de buenos deseos imposibles en lo mas profundo de su corazón que se van acumulando a lo largo de toda la vida.
Hay que acercarse al Señor y presentarle nuestra lepra con una actitud humilde. Entonces sentiremos que Jesús nos toca, porque no tiene miedo de nuestra miseria y escucharemos ese escueto mensaje: quiero, queda limpio….
Algo debemos hacer mal para no estar ya curados y limpios. ¿Hemos revisado bien nuestra “piel” para buscar nuestra lepra? ¿Nos acercamos a Cristo para que nos cure? ¿Nos arrodillamos ante Él como gesto de humildad? ¿Dejamos a la voluntad de Dios con confianza la curación de nuestras miserias o exigimos más o menos veladamente resultados?…
Una vez más el Evangelio nos demuestra que la misericordia de Dios es infinita y que es en nosotros en donde están las dificultades para alcanzar la Salvación. Cristo es un médico que siempre está dispuesto a curar, pero encuentra pocos pacientes en su consulta.
Jerónimo Barrio