El convento llamado popularmente de las Gaitanas en Toledo, habitado por agustinas descalzas de clausura, alberga en el altar mayor de su iglesia el magnífico lienzo de Francisco Rizi, pintor de origen italiano pero afincado en España, en donde realizó toda su trayectoria artística. Esta magnífica obra, “La Inmaculada Concepción”, fechada en 1680, casi al final de sus días, en un momento de plena madurez y dominio de la pincelada y el color, supone el mayor y más complejo empeño del barroco en torno a la Inmaculada.
Hay que introducirse en este cuadro dejándonos llevar de la mano de San Agustín (ángulo inferior izquierdo): ha dejado en el suelo su mitra y báculo de obispo. Extasiado ante la visión, se arrodilla en señal de humildad y reverencia. Sobre su mano izquierda se apoya el corazón en llamas traspasado de flechas, emblema de la orden, en relación con el corazón mismo de Agustín; en la derecha sostiene la pluma con la que acaba de escribir el texto que exhibe en el enorme libro abierto: “Exceptuada, pues, la Santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor debido al Señor, nada quiero plantear cuando de pecados se trata, porque sabemos que a ella le fue concedida más gracia para vencerlos por todas sus partes pues concibió y parió al que no tuvo pecado alguno.”
fuerza que aleja del pecado y acerca a la virtud
Puesto que ha sido elegida antes de su nacimiento, en la eternidad, es representada como mujer de edad muy joven que desciende del cielo a la tierra para redimir la falta de Eva. En esta época tan avanzada del barroco español, la iconografía ha decidido suprimir los tradicionales símbolos que hacían alusión a los atributos de María, extraídos de las letanías lauretanas, del Cantar de los Cantares y del Apocalipsis: únicamente queda el espejo sin mancha o de justicia, que traen presurosos un grupo de ángeles niños bajo la capa levantada de Dios Padre, y la corona de doce estrellas en la que algunos encuentran la imagen de las doce tribus de Israel.
María viste una ampulosa túnica blanca que cubre con un manto azul. Atrás quedó la mujer vestida de sol, descrita en el capítulo 12 del Apocalipsis, que se representaba rodeada de rayos y. claro está, con las vestiduras encendidas de color rojo. María dotada de un rostro de singular belleza, se adorna con un broche decorado. Mientras su mano derecha se extiende con la palma abierta hacia arriba atenta a la gracia y a la misión del Padre, su mano izquierda se recoge en el pecho, en un gesto de aceptación voluntaria y gozosa de tan singular predestinación.
escala celeste, contigo mi alma sube hacia el vergel que me señalas
Sobre ella es novedad la presencia de la Trinidad al completo, incluido el Hijo, ese niño rubio y sonrosado, que hace presente al Verbo eterno, la segunda persona de la Santísima Trinidad que habrá de encarnarse en su seno. El niño abre sus brazos mientras mira fijamente a su Madre, asistiendo gozoso al primer instante de su concepción.
Dios Padre es presentado como anciano, tocado por un nimbo en forma de triángulo equilátero, figura geométrica asociada a la Divinidad Trinitaria. En su mano izquierda lleva el globo rematado por cruz, imagen del mundo creado y redimido, mientras que con la derecha hace posar un lujoso cetro de oro sobre la cabeza de María, expresando así su divina elección.
Junto al Padre y al Hijo se encuentra el Espíritu Santo en forma de paloma, que a la vez derrama sobre la cabeza de la Virgen, siete lenguas de fuego, los siete dones que Isaías profetizó se posarían sobre el retoño que brota del tronco de Jesé. María es la virgen, vara del tronco de la que nacerá Cristo.
Detrás de San Agustín, vemos en pie a los padres de la Virgen, Joaquín y Ana, embelesados ante la gloriosa imagen de la que será su hija por generación humana; y, tras ellos, se adivina la silueta de una visión celeste: la escala de Jacob, por la que suben y bajan ángeles envueltos en luz dorada. María es considerada como esta escala, imagen de la unión entre el cielo y la tierra, puente entre Dios y los hombres, entre lo divino y lo humano, entre las criaturas como ella y el Creador.
la digna escolta de la Reina del Cielo
Una multitud de ángeles inunda todo el espacio celeste. Ángeles de todas la edades y categorías que son el eco lejano de aquellas cinco jerarquías citadas por san Pablo, y aumentadas hasta nueve coros angélicos por el Pseudo-Dionisio Aeropagita.
Entre todas las cabecillas desdibujadas de ángeles se sitúan de forma bien visible los siete arcángeles que tradicionalmente acompañan a María como digna escolta. Descubrimos a Rafael, por el bordón de caminante que porta. Su nombre “Medicina de Dios” es asociado a la milagrosa curación de la ceguera del padre de Tobías. De ahí que con su mano derecha sostenga el recipiente que contendría el corazón y el hígado del pez curativo, imagen de Cristo, cuyo suavísimo olor fue capaz de ahuyentar a todos los demonios que atormentaban a Sara y cuya hiel curó de la ceguera a su padre Tobit. También María será salvación de Dios para el mundo, ya que dará a luz a Cristo, el pez medicinal que nos librará de la ceguera del pecado.
Vemos también a unos pequeños ángeles que traen volando una cartela barroca adornada por su cornucopia con las letras grabadas “María Dei”… y, apenas visible, deducimos pudiera decir “Genitrix” (María, Madre de Dios).
Por último, algo más abajo aparece el combativo arcángel Miguel, que vestido con casco y armadura, lleva en su cabeza contiene la inscripción “Quis ut Deus?” (¿Quién como Dios?) y combate contra el enorme dragón, al que traspasa con su lanza, provocando una llamarada de fuego que iniciará el trazo de flamígeras letras con las palabras del Génesis: “Ipsa conteret caput suum” (ella quebrantará su cabeza), el primer anuncio de la Buena Nueva.
María es la mujer destinada a pisar la cabeza de la serpiente y Miguel colabora en esta misión decisiva. En la oscuridad del reino de las tinieblas, el leviatán sucumbe bajo la imagen portentosa de la Inmaculada que se alza sobre un altar compuesto por cabezas de querubines, ramos de azucenas y la cartela con las letras capitales “MARÍA MATER DEI”, que sostienen ángeles niños en escorzados movimientos.
El pasaje de San Agustín que se recoge en el cuadro es uno de los más antiguos en la tradición de la Iglesia y de los más claros en la defensa de la doctrina inmaculista, citado íntegramente en el Concilio de Trento (1545-1563) y en la epístola apostólica del 8 de diciembre de 1854 “Ineffabilis Deus”, en la que el papa Pío IX proclamó el misterio de la Inmaculada Concepción como dogma de fe de la Iglesia.