Tomás, uno de los Doce llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 24-25).
La crudeza de este hombre que se atreve a exigir tal prueba, sin pudor ni consideración a unas heridas ni a una carne triturada, es la mejor expresión de la actitud del hombre ante el anuncio de la Buena Noticia de la Resurrección. Tú lo creerás, tú lo dirás, pero yo no lo he visto, no lo he palpado, no lo he vivido. La humanidad más cruda se enfrenta al anuncio de que la divinidad ha actuado: Jesús ha resucitado porque era el verdadero Hijo de Dios encarnado. No hay ningún momento en los evangelios en el que el contraste entre el hombre y Dios sea tan claro.
Humanidad y divinidad encarnada en un hombre. Nada más apetecible para uno de los pintores más originales, extravagantes y revolucionarios de principios del siglo XVII: Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio por su pueblo de origen en la región de Lombardía (Italia). Nada más atrayente, por tanto, para este pintor fascinado por el hombre, por su corporeidad, por su presencia física vigorosa, que un puñado de rudos pescadores tocando con sus encallecidos dedos la carne de un costado desnudo, esculpido y modelado en toda su plasticidad.
Corrían las últimas décadas del siglo XVI cuando el Renacimiento, hastiado de clasicismo y perfectas armonías, daba sus últimos coletazos en forma de manierismo, estirando las formas, retorciendo “la maniera”, es decir, el estilo de aquellos artistas que pintaban “a la manera de…”, siguiendo la línea de los grandes maestros como Miguel Ángel, Leonardo o Rafael. Es entonces cuando aparece en el panorama romano un joven que presenta una interpretación de la realidad totalmente diferente a la habitual, rechazando la belleza ideal en composiciones, luces, tonos de color etc., y presentando las figuras en toda su verdad y realismo, copiando del natural, desnudándolas de adornos y esculpiendo sus volúmenes y composiciones con un novedoso juego de luces y sombras, el llamado “claroscuro”, consistente en iluminar violentamente una parte de la escena, dejando el resto a oscuras.
Se acabó la armonía, el equilibrio lumínico, la serenidad, el adorno, el recargamiento y la perfección geométrica. Ha irrumpido el descaro, la crudeza, la teatralidad, el atrevimiento y, en definitiva, la verdad de las cosas. Caravaggio destacó no sólo por su original enfoque de la pintura, sino también por su vida turbulenta en la que se sucedieron lances, peleas, asesinatos y episodios reveladores de su carácter tempestuoso y su falta de escrúpulos.
el misterio de la resurrección sin artificios ni sutilezas
Hete aquí que Tomás desafía con sus palabras al mismísimo Cristo. Por ello, como relata el Evangelio según san Juan:
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20, 26-27).
Este hecho, que podría parecer exageradamente prosaico, es la mayor prueba física del reconocimiento de Cristo, la definitiva demostración de su regreso desde el reino de los muertos.
Aquí no hay nada más, nada superfluo, ninguna referencia espacial de la habitación, como una puerta, una ventana. Tan sólo los hombres frente al Hombre. Un compacto grupo cuyo perfil se destaca de la oscuridad del fondo en la forma de un gran arco, y que concentra en sus cabezas, dispuestas de forma romboidal, toda la intensidad dramática del suceso.
Tres cabezas, tres miradas, tres posturas confluyen en un punto: el dedo índice que conducido firmemente por la mano de Cristo, se mete en el costado. Aunque el incrédulo fuera Tomás y los otros dos oculten sus manos, se podría decir por sus gestos y actitudes que manifiestan abiertamente la fascinación ante el prodigio, que también ellos quieren asomarse a comprobar la veracidad del milagro. Esta es la interpretación original del pintor cuyas versiones de los pasajes bíblicos no dejan indiferente a nadie.
Por tanto, la incredulidad no sólo está en Tomás, sino que aquí estamos todos. Tres líneas de fuerza que chocan con el cuerpo del resucitado, que situado a la izquierda de la composición las recoge con la curvatura de su cabeza y cuerpo y las concentra en su llaga. Tres manos que se unen para crear una punta de flecha que nos indique dónde atender, cuál es el desenlace de este planteamiento narrativo. Flecha dibujada en el índice de Tomás que queda enmarcado por las manos de Cristo: la derecha le abre el pecho y descubre el signo de su entrega, mientras que la izquierda lo sujeta fuerte y obliga a acercarse a la herida. No hay escapatoria; por donde miremos, todo nos lleva a esa mano, todo nos obliga a quedarnos embobados, atónitos, estupefactos como ellos, a volver a mirar y a asombrarnos, ante la prueba física de la resurrección.
una humanidad rebosante de divinidad
Caravaggio ha ejecutado una composición que converge completamente en el punto del costado, de tal modo que la atención de los personajes del lienzo y la de los espectadores contemporáneos se ve irremisiblemente atraída por esta prueba física. Todos somos invitados a mirar, a comprobar, a experimentar la veracidad del hecho.
El habitual naturalismo descarnado de Caravaggio se vuelve aquí casi científico: el cuerpo de Cristo semidesnudo, pintado con un tono amarillento, le hace aparecer como un cadáver, envuelto aún en el sudario y no en una túnica. Algunos han creído ver en ese pecho todavía hundido, la huella de la muerte que parece se resistiera a dejarlo marchar al mundo de los vivos.
El cuerpo humano que siempre ha sido objeto de fascinación para Caravaggio, es cuidadosamente representado en sus menores detalles. Es teóricamente un cuerpo glorioso, pero en la práctica nada nos lo indica porque se presenta sin halo de luz, sin notas espirituales, sin detalles de divinidad, sino más bien todo lo contrario, un cuerpo que arrastra la corporeidad mortal y que tan sólo por su belleza puede remitirnos al que es todo Belleza, Bondad y Verdad. El Nazareno mantiene los rizos del cabello largo y la barba de la consagración a Dios, propia de la secta de los “nazoreos”. Sus finos rasgos, boca menuda, nariz recta, son la herencia del arquetipo idealizado de Cristo hombre.
A pesar de lo homogénea y armónica que es la paleta del pintor, que emplea tonos ocres (aplicados en contrastadas capas), colores ligados a la verdad de la tierra, a lo natural de la piel y la carne, es inevitable el contraste entre la belleza de Cristo y la rudeza de los discípulos que fruncen sus frentes, fijan la vista o abren los ojos como platos. Son auténticos retratos de fisonomías populares, con carnaciones morenas y en algunos puntos, enrojecidas, con la nariz pronunciada o curvada, cejas pobladas, frentes despejadas, barbas canosas y cabellos alborotados en diferentes gamas de castaños y más o menos abundantes.
Igualmente ruda es la textura de sus ropajes, bastos paños de lana que se arrugan como las frentes, en pronunciados pliegues en los que juega libre y dichoso el claroscuro caravaggiesco. Finalmente el lienzo blanco que envuelve a Cristo es un prodigio de técnica pictórica, una tela que rodea con suavidad su figura, que cae y se pliega en amplias bandas sobre sus rodillas, que esculpe y rodea su cintura con animadas curvas, que se tensa y se abre en abanico sobre su hombro y brazo, que en definitiva, levanta su cuerpo como fuste de columna y lo acaricia como si fuera un órgano vivo.
La luz fría cae sobre los cálidos colores terrosos de pieles y ropajes en fogonazos irregulares sobre las figuras. Estos haces de luz clara que inciden en las amplias frentes de los apóstoles surcadas de arrugas, así como en las manos en plena acción, aportan al lenguaje visual efectos de dramatismo, emotivos retazos de vida que contrastan con los suntuosos tonos oscuros y las sombras envolventes de los secundarios ropajes y cabellos.
y al punto salió sangre y agua; bautismo y eucaristía
El asunto de mirar, remirar, tocar, rebuscar o meterse en el costado de Cristo es la representación de lo que el alma ansía y necesita. Al igual que el niño busca le leche en los pechos de su madre, el cristiano que ha probado algo del sabor del Espíritu Santo, que ha comprobado la paz, la ternura y el sentido que disfruta con un poco de Dios dentro, tiende a ciegas y a la desesperada hacia el costado de Cristo, hacia su persona, hacia su agua limpiadora y su sangre sanadora, hacia su corazón ardiente, capaz de encender la tibieza y el rescoldo más apagado.
Es la herida hecha por la lanza, que traspasó el corazón y lo partió, expresión del amor entregado hasta deshacerse y triturarse por el otro. Y regando este Sagrado Corazón: la sangre y el agua, que brotaron para significar la eucaristía y el bautismo. Se cumplía así la palabra profética: “De su pecho manarán ríos de agua viva” (Jn 7,37).
Ahora es el hombre el que se acerca a esta fuente, el que necesita saciar su sed de vivir en la sequedad de su desierto, lavar su suciedad e impurezas, implorar una transfusión de sangre llena de vida eterna, pues la parálisis ante el sinsentido de la vida, ante el peso de la carne, ante la piedra del sufrimiento le puede y ni siquiera puede levantar el dedo para meterlo en la herida de Cristo.
Pero Él lo sabe; por eso, la invitación de Jesús —“Acerca aquí tu dedo… trae tu mano…”— prepara todo un camino para encontrarlo, toda una vida en la que de repente aparece una forma de tocarlo, de palpar que existe la resurrección, de comprobar que tu carne no muere, que recibe sangre de otro, vida de otro y que, aunque eso que te está pasando te mata por dentro, no te mueres, porque el mismo Espíritu que lo levantó del sepulcro y lo hizo inmortal, está contigo. De ahí la explosión de júbilo de Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28), que brotará inmediatamente después de este instante pintado.
Por eso el cristiano acude irremisiblemente a esta fuente una y otra vez, al bautismo, al perdón de los pecados, al alimento de la eucaristía, para recibir y saciarse de este amor que después ha de entregar. Y de nuevo vuelve a beber siempre de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (Jn, 19, 34).