«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”». (Mt 11,25-30)
¿Qué es lo que Dios Padre ha escondido a los sabios y revelado a la gente sencilla? Para entender esto, tenemos que dar un paso atrás, y escuchar lo que Jesús dice en el evangelio de ayer domingo —era la última pascua— a sus discípulos: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre (…) pronto lo glorificará. (…) Un mandamiento nuevo os doy, amaos como yo os he amado”.
Es decir, Jesús está diciendo a sus amigos («desde ahora os llamo amigos, porque todo lo que me ha revelado mi Padre os lo he dado a conocer») que la perla preciosa que les entrega a ellos es que conozcan el plan de Dios para Él y para la humanidad caída: Que Él va a ser glorificado… ¿Cómo? Entregando la vida por la humanidad doliente. Esto es lo que se les ha revelado a los sencillos de corazón.
Y les dice aún más, les deja una nueva forma de actuar, en la que se reconocerá que ellos también serán Hijos del Padre al ser injertados en el árbol de la cruz-Vida: «Amaos unos a otros, como yo os he amado». Esta es la impronta del discípulo de Cristo: el amor sin límite, entregando la propia vida, si es preciso. No se trata de un «amor» de usar y tirar, no, el amor por el que el cristiano será reconocido es de otro corte. Se trata de un amor que no abunda, porque sigue las huellas de Cristo Jesús. Amar en la dimensión de la cruz…
Por eso es posible, entre otras cosas, el matrimonio cristiano, porque si amas hasta la cruz, hasta la entrega de tu vida por la otra persona, Jesús mismo sale a tu encuentro como garante de este amor. Y este amor es tan fuerte que pasa por encima de la muerte. Y este amor, incluso los que no creen lo reconocen, porque sobrepasa la capacidad humana de amar. Y como esta entrega, hay otras: con los pobres, con los que sufren, con los olvidados…
Y Jesús les sigue hablando durante esta «despedida»: «Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar»… Hace poco una de mis hijas, adolescente, me preguntaba: ¿Y cómo sé yo que lo que dice la Iglesia es verdad? ¿No puedo creer en Cristo sin creer en la Iglesia? Pues no, mira por dónde.
Solo a través del Hijo se nos ha manifestado el verdadero conocimiento del Padre. Jesús lo hizo así. Nos reveló al Padre, porque lo conocía íntimamente; nos reveló su verdadera esencia que no es otra que el amor desmesurado por cada una de sus criaturas. Existe tal corriente de amor entre el Padre y el Hijo que este último, cuando estuvo aquí en la tierra, con nosotros, no pudo más que derramar todo este conocimiento del Padre a sus amigos —discípulos. Y estos nos lo han transmitido a nosotros, que somos, por pura gracia, Hijos de Dios en el Hijo.
Y Jesús nos lo reveló —al Padre— a través de la Iglesia, de sus discípulos, que son los que nos han transmitido la fe desde hace casi dos mil años. Esta fidelidad con la que se nos ha transmitido la Palabra de Dios encarnada en Jesucristo es muy de agradecer, nunca podremos agradecer bastante a la Iglesia el que haya guardado con fidelidad el Evangelio de Cristo.
Pero hay algo más, la fe es una gracia, que Jesús da «a quien el Hijo se lo quiera revelar». Por eso es tan importante cuidar la fe, regarla y pedir su crecimiento, porque la fe es un don que no todos tienen, y «de bien nacidos es ser agradecidos». Porque bien sabemos que con la fe —aunque sea como una milésima de mostaza— el yugo es suave y la carga ligera.
Victoria Luque