«Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”». (Lc 17,11-19)
El Papa Francisco ha repetido muchas veces que la convivencia buena es muy simple, se concreta en tres ideas muy sencillas: pedir las cosas «por favor («permiso«, en porteño,) pedir perdón y en «dar las gracias».
Sí, son tres expresiones muy comunes pero sumamente profundas y, en cierta medida, interrelacionadas. Aparentemente se trata de simpes normas de cortesía o de urbanidad. Cosas propias de personas bien educadas. Cualidades que hacen la existencia más agradable y ofrecen un nivel elemental de trato adecuado al prójimo.
Pero lo cierto es que casi nadie pide las cosas por favor, las exige. Todos estamos llenos de «derechos» y no tenemos por qué mendigar un «por favor». Mucho peor lo tiene la causa del perdón. ¿Pedir perdón? ¿Por qué? ¿Perdón de qué? ¿A quién? La culpa es poco menos que la antesala de la insania. El hombre libre no transgrede, no tiene que implorar nada a nadie; sus autojustificaciones le bastan.
El evangelio de hoy se puede focalizar sobre la ímproba dinámica de una acción de gracias con ánimo verdaderamente agradecido. Me he interrogado a qué atribuir el progresivo desuso de la acción de dar las gracias, y de expresarlo con un mínimo de sinceridad, mas allá de contar con una expresión acuñada —curioso— en todos los idiomas. Probablemente sea, aventuramos, porque no hallamos razones para ello, lo consideramos un formalismo y hasta un gesto poco sincero. Si no vivimos agradecidos, mejor no dar las gracias.
Los diez leprosos estan ateridos por una terrible enfermedad, cuya única cualidad es que les tiene unidos, son consortes, corren la misma suerte. Pero su situación no puede ser más lamentable; están fuera del pueblo, malviven en tierra de nadie (en la frontera) y se tienen que hacer entender «a gritos», sin proximidad con nadie. Pero aprovechan la ocasión y hacen lo correcto. Imploran en plural: «ten compasión de nosotros«. Y lo que piden está más que justificado; «compasión». Jesús, hazte cargo de nuestra condición. Gritan: padece-con nosotros y moviliza tu poder en nuestro favor.
La respuesta de Jesús implica un acto de fe decisivo. A los sacerdotes había que presentarse para que dictaminasen la curación, no tendría sentido enviarlos a que les confirmasen su «impureza». Pero a la orden de Jesús se ponen todos en camino. Como tantas otras veces, la fe ya es bastante milagro, y las curaciones solo son su consecuencia. Todos obedecieron una indicación aparentemente absurda o, a lo sumo, legalista, pero obtuvieron la curación.
El problema empieza aquí. Ya estoy curado, todo lo demás ya no me importa. O por el contrario, visto que me he curado, lo trascendental no es mi curación sino que me he tropezado con Alguien que ha sido capaz de sanarme. No han sido mis gritos, ni mi solidaridad, ni mi confianza en la Ley… ha sido Jesús. Me he encontrado con el Mesías. Es mucho más importante Él que mi insólita curación.
El limpiado que comprende la sublimidad de Jesús, lo desobedece (no va donde los sacerdotes) y se vuelve a postrarse ante Él, para demostrar su profundo agradecimiento. Jesús lo acoge, pero pregunta por los otros nueve.
No soy un exégeta, pero no deja de llamarme la atención el número. De diez virgenes, cinco eran sensatas, de los diez leprosos solo uno fué agradecido. Si la sensatez no abunda, aún más rara es la acción de dar las gracias; nos falta el profundo y genuino agradecimiento hacia la persona de Jesús.
Los salmos están llenos de invitaciones y fórmulas de acción de gracias. San Pablo insiste con ocasión y sin ella: «Gracias sean dadas…», «Y sed agradecidos» etc.. Y lo que es más asombroso todavía: el propio Jesús no solo oraba y bendecía a su Padre, sino que le daba las gracias en momentos sublimes.
Dar las gracias para nosotros es devolver la gloria a Aquel que nos ha hecho un inmerecido bien, algo que lo reconoces como imposible para nosotros; decisivo, que ha definido mi vida pero que no proviene de mí. Dar las gracias patentiza que no te apropias de nada al devolver al autor de tu sanación tu completo reconocimiento. Asombrosa es mi curación pero más importante es que he conocido a Aquel que es capaz de haberme curado, a mí y a otros muchos más, de algo con muy mal pronóstico.
La insondable pedagogía de la Eucaristía es, eminentemente, progresiva consciencia de agradecimiento a Dios, a Jesucristo (con Él, por Él y en Él), al Espíritu Santo y también hacia nuestra madre la Iglesia.
Francisco Jiménez Ambel