Existe una doble realidad, natural y sacramental, en el matrimonio. La natural está patente y clara a los ojos de cualquiera: un hombre y una mujer deciden unir sus vidas, todo su existir, entregándose el uno a la otra, y la una al otro, en cuerpo y en alma, y en esa decisión aceptan unas condiciones que configuran la unión: unidad, indisolubilidad y apertura a la vida. Sion embargo. ¿qué ocurre con su realidad sacramental? ¿Qué significa y qué lleva consigo que el matrimonio sea un sacramento?
Recordemos, para comenzar, la definición de Sacramento: “un signo sensible instituido por Nuestro Señor Jesucristo, que produce la gracia”, y la de Gracia: “una cierta participación en la naturaleza divina”.
En otras palabras, el matrimonio, al ser sacramento, sin dejar de ser una realidad humana natural se convierte en realidad humana-divina. Es decir, aunque es una realidad que afecta principalmente a los contrayentes y a su futura familia, al recibir la realidad sacramental hace posible que la presencia de Dios encuentre en la actividad de la familia el cauce adecuado para hacerse visible.
en camino con el don de la gracia
Para una adecuada comprensión de la riqueza sacramental del matrimonio, es necesario superar una concepción desgraciadamente muy extendida entre los fieles cristianos, que reduce mucho el verdadero significado del matrimonio. Esa idea generalizada considera que el ser «sacramento», apenas añade una sencilla bendición sobrenatural a la «institución natural» del matrimonio. Como si la importancia fundamental del matrimonio estuviera en el «contrato natural» de un hombre con una mujer, en el que se intercambian promesas de fidelidad y de vida. El ser «sacramento» se limitaría a la realización de unas ceremonias, para «legalizar» esa unión delante de Dios.
Podemos afirmar tranquilamente que esta visión del matrimonio es falsa porque olvida el hecho fundamental de la acción de la Gracia, fruto del sacramento, que es el de injertar al cristiano en Cristo; y desconoce también la noción misma de sacramento, y su efecto de «originar la Gracia», que lleva a una cierta “participación en la naturaleza divina». Esta Gracia, convierte el matrimonio natural en un matrimonio cristiano, y da fuerza y capacidad a los cónyuges para desarrollar esa nueva vida matrimonial, familiar, según el pensar y el querer de Dios.
La nueva realidad sobrenatural de la alianza matrimonial, al haber sido elevada por Cristo a sacramento, mantiene idéntica la realidad natural originaria, tal como la estableció Dios al principio de la creación.
La importancia del matrimonio en los planes de la creación no será nunca suficientemente subrayada. Recogemos las claras palabras del Génesis, que manifiestan la confianza y la alegría de Dios en el matrimonio: «Dios los bendijo diciéndoles: Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar y sobre las aves del cielo y sobre todos los animales que reptan sobre la tierra(…)Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (1, 28-31).
Y no solo en el plano de la creación. Es muy oportuno tener presente la grandeza del sacramento del matrimonio, y la importante acción redentora y santificadora de la gracia, que tiene lugar en el matrimonio-sacramento; dos aspectos que han quedado reflejados en estos dos textos del Catecismo:
«La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27) y se cierra con la visión de las «bodas del Cordero» (Ap 19, 7.9). De un extremo a otro, la Escritura habla del matrimonio y de su «misterio», de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación «en el Señor» (1 Co 7, 39), todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cfr Ef 5, 31-32)» (n. 1602).
Y más adelante: «El orden de la Creación subsiste, aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cfr Gn 3, 21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo» (n. 1608).
a imagen de Dios y con Dios
En el sacramento del matrimonio, Cristo da una gracia propia que «está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y en la educación de los hijos» (Catecismo, n. 1641).
Con estos presupuestos, podemos decir que en el matrimonio, en la familia que se origina, la creación primigenia queda entroncada con la nueva creación, y hace posible que los hijos de los hombres de la primera creación, se convierten en hijos de Dios en Cristo, de la segunda creación.
No sin un sentido lleno de «misterio», la venida de Cristo a la Tierra tiene lugar en el seno de una familia; y el primer milagro de su vida pública en la Tierra acontece en la celebración de unas bodas.
El cristiano descubre que el matrimonio, y la familia que en el matrimonio se origina y se fundamenta, no puede ser tratada sencillamente como una célula de la sociedad, como una parte dentro de un conjunto jurídico-político que el hombre estructura y organiza de acuerdo con una serie de necesidades naturales. O sea, cualquier visión meramente sociológica de la familia, no descubre la verdadera, variada y rica realidad humana y sobrenatural que la familia es.
La familia es el ámbito personal del desarrollo humano y espiritual del hombre. El sacramento del matrimonio confiere a los cónyuges la gracia de acompañar a sus hijos también en su desarrollo como “hijos de Dios en Cristo”.
Comprendemos mejor ahora estas palabras que resumen lo que hemos dicho hasta aquí: El matrimonio es “Acción divina, obra de Dios. Puesto que el sacramento del matrimonio es una entrada de Dios en la vida. Impulsa a una vida divina. Según el ritmo de la encarnación, esta vida divina se desarrolla por y en las condiciones naturales de la unión de los esposos; pero lo natural queda transfigurado por la acción y la presencia divinas. Acción y presencia tienen, por lo demás, el mismo sentido cuando se trata de Dios, porque Dios es acción” (J. Leclercq, ib., p.77).
La realidad sacramental del matrimonio, al transformar la unión natural en una fuente de la Gracia divina, convierte al matrimonio en un campo de acción de Dios y, por consiguiente, en un instrumento de santidad como son todos los sacramentos.
San Josemaría Escrivá ha entendido muy bien esta consecuencia de la realidad sacramental del matrimonio. Entre otros textos, ha dejado escrito: “El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural (…) signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra” (Es Cristo que pasa, n. 23).
donde la carne es una, uno es el espíritu
¿Qué significa aceptar esta sacramentalidad, el hecho de que Dios interviene en el matrimonio? Que el matrimonio no es una realidad que se resuelve y se configura exclusivamente entre un hombre y una mujer. El matrimonio se fundamenta en el consentimiento libre del hombre y de la mujer para vivir esa unión; y a la vez, al dar ese consentimiento, los esposos saben que se encuentran ante una realidad que ellos no han establecido en todos sus pormenores: han aceptado unas condiciones –unidad, indisolubilidad, apertura a la vida- que Dios señala, y las reciben conscientes y sabedores de que es lo mejor, y lo más adecuado para el bien y la plena realización de la unión que se disponen a instaurar y a vivir.
Y significa también que en un verdadero matrimonio se pueden solucionar los problemas de convivencia y de entendimiento que surjan entre los cónyuges.
Dios quiere unir al hombre y a la mujer en su obra creadora, redentora y santificadora. Con la realidad natural del matrimonio, el hombre y la mujer se unen a la obra creadora; con realidad sacramental Dios vincula a la mujer y al hombre a la acción redentora; y puesto que siempre la redención y la santificación van unidas, el matrimonio se convierte en camino de santidad.
Para vivir esta realidad sobrenatural sacramental del matrimonio, la Iglesia presenta delante del hombre y de la mujer, el compromiso de amor, de verdadero amor, que acepta al vincularse con su esposa y con su esposo. Un compromiso abierto al futuro, abierto al horizonte de toda su vida, como queda patente en las palabras con las que los novios pueden manifestar su consentimiento.
imagen trinitaria, comunidad de amor fecundo
En el ceremonial del matrimonio la Iglesia ruega, en la bendición nupcial, la asistencia del Espíritu Santo para que ese amor, que está en el origen del matrimonio, permanezca y se acreciente:
“Oh Dios, que unes la mujer al varón y otorgas a esa unión, establecida desde el principio, la única bendición que no fue abolida ni por la pena del pecado original, ni por el castigo del diluvio. Mira con bondad a estos hijos tuyos que, unidos en Matrimonio, piden ser fortalecidos con tu bendición: Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal”.
Aunque siempre es necesario subrayar la realidad sobrenatural del matrimonio, los momentos actuales parecen exigir recordar sin descanso la vinculación de Dios en el matrimonio; la “presencia” de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en cada matrimonio cristiano.
“Dios, que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata a todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1, 27), que es Amor (cf 1 Jn 4, 8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1, 31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. ‘Y los bendijo Dios y les dijo: ‘Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla’”(Gn 1, 28). (Catecismo, 1604).