Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: «Cédele el puesto a éste.» Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: «Amigo, sube más arriba.» Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (San Lucas 14, 1.7-11).
COMENTARIO
No recuerdo muy bien la historia completa de aquel cuento de niños que todos conocemos – el de Alicia en el país de las maravillas-. Sólo creo recordar que la protagonista tomaba una bebida que la hacía más y más pequeña.
Pues bien. ¡Esa es toda la tarea que un cristiano tiene que hacer en la vida! ¡menguar y hacerse cada vez más pequeño! Esto es todo. Parece mentira pero es así. Pero claro, no se trata como en esta historia infantil de disminuir nuestra estatura física, sino de ser pequeños por dentro, dejarnos enseñar, corregir, mandar e incluso despreciar sabiendo que las leyes del Reino de los cielos son distintas a las de este mundo.
Y para esta tarea que no resulta fácil contamos también con una comida y bebida misteriosa mucho más eficaz para transformarnos que la que bebió esta niña de cuento: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo capaz de cambiar el corazón más endurecido.
Pero los fariseos del Evangelio de hoy tenían poco de niños: lo sabían todo, lo juzgaban todo, lo dominaban todo. No albergaban la menor duda de que detentarían los primeros puestos del Reino de Dios.
Por eso a Jesús le dolían tanto los fariseos y tenía palabras tan duras contra ellos. No es que Jesús no los amase y desease que se convirtieran pero El Señor sabía que la medicina para su orgullo era recriminarles duramente su hipocresía y dureza de corazón.
Jesús no rehusó la invitación de este fariseo principal entre los judíos para comer. Ya sabía el Señor de sobra que no sería un rato agradable, humanamente hablando, pues la misma Escritura nos advierte de que no deseaban agasajar a Jesús sino espiarlo.
Pero el amor de Dios pasa por encima de todo y no busca más que el bien de todos. Por eso los Santos, siguiendo los pasos del Maestro, no rehusaron la compañía de aquellos que eran más enemigos suyos para practicar con ellos la verdadera caridad que no busca lo suyo sino el interés del otro.
Nos muestra este pasaje evangélico que al Señor nunca se le cierra el corazón ni siquiera en las circunstancias más difíciles y molestas. El sigue derrochando amor como si nada sucediese, como si no se percatara del desplante y celada de la que era objeto.
Así Jesús comenzó a hablar a los fariseos con esta parábola de los invitados a una boda. Todos los invitados se apresuraban a ocupar los primeros puestos. ¡Para mí lo primero y lo mejor! es el grito del corazón humano que no ha sido evangelizado por la gracia del Espíritu. Pero llegó el Hijo de Dios y con su vida nos enseñó que no es así el camino hacia el cielo.
Ya el libro de los Proverbios -prefigurando muchos siglos antes el camino de humillación del Verbo encarnado- señala con divino acierto que “la humildad precede a la gloria”. De algún modo podríamos decir que el secreto de Dios es un amor apasionado por la humillación.
Y ahí esta Jesús compartiendo los mejores secretos del Reino con estos hombres que lo juzgan y rechazan. ¡Hasta los llama amigos!
Nosotros no solemos actuar así. Nosotros reservamos nuestros secretos para nuestros mejores amigos y aquellos que más nos aman y comprenden pero El Señor no desdeña a nadie y se da a todos, a los que lo aman y a los que no.
Ceder, bajar, ponerse en el último lugar. Y esto hecho con el Espíritu que es el único que puede hacer que la humildad se asiente en los lugares más profundos de nuestra alma.
La humildad que Jesús desea -representada en esta parábola en la imagen del último lugar del banquete- no es algo meramente externo, no es una pose social. Dios que es creador y buen padre y pedagogo de los hombres sabe que a veces hay que empezar de lo más externo a lo más interno renovando primero ciertos comportamientos visibles para llegar un día a sanar ciertos orgullos invisibles que se repliegan a veces en lo más escondido del alma.
Suele ocurrir en una sociedad moralmente sana que la persona orgullosa no gusta y provoca rechazo entre quienes la rodean. De algún modo el pecado trae consigo la pena. El orgulloso acaba quedándose solo. Pero el humilde y sencillo es valorado y buscado, a su lado se está bien.
Jesús ofrece a los fariseos este primer paso en el camino largo de la sencillez, un camino que no termina nunca porque, con la fuerza de la gracia, el alma es siempre llamada con los silbos amorosos del Esposo a bajar más y más para subir más y más.
Estas son las paradojas de Dios: bajar para subir, subir para después bajar más. Y en este abatimiento del yo el alma toca el cielo y gusta ya en la tierra de cosas que jamás soñó.