<<Entró Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso este ejemplo: -Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido. Y dijo al que lo había invitado: -Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos>> (San Lucas 14,1. 7-14).
COMENTARIO
Es de san Agustín la sentencia según la cual, en el camino de la liberación y de la verdad, el primer paso es la humildad, el segundo la humildad, el tercero la humildad… «y cada vez que me lo preguntes te diré lo mismo». En la humildad -que Sta. Teresa definió como la verdad- radica el inicio de la conversión. Si no se parte de la visión real de uno mismo, es imposible llegar a la verdad. La correcta visión es nuestra condición de pecadores y de vacío. «reconozcamos nuestros pecados», decimos al empezar la Eucaristía. Es lo único que poseemos: pecados. Y debemos reconocerlo, puesto que las infidelidades tienen nombres muy concretos en nuestra vida. Tenemos proyectos, ideales, anhelos de ocupar los primeros puestos en todo, decimos palabras bellas y proclamamos principios morales; pero todo se estrella a menudo contra la realidad: hacemos el pecado que acusamos en los demás.
La liturgia de la Palabra de este primer Domingo de Septiembre nos invita a entrar en el camino de la humildad porque como decía la Santa andariega de Ávila: humildad, es andar en verdad. Y, ¿qué es andar en verdad? La Iglesia nos lo recuerda cada año el Miércoles de Ceniza: Recuerda que eres polvo y al polvo volverás. Andar en verdad es reconocer que somos criaturas finitas, contingentes y pecadoras. Andar en verdad es aceptar que el fundamento de nuestra existencia no somos nosotros sino que sólo está en Dios porque en él vivimos, nos movemos y existimos. Andar en verdad es experimentar -cada día- que sin la ayuda de la Gracia no somos nada y que con la Gracia de Dios lo podemos todo. Andar en verdad es comprender que ningún hombre es más que otro y que por tanto el juicio y el desprecio hacia los demás cuando anidan en el corazón humano nos alejan de Dios y por más que disfracemos nuestras obras y oraciones con ropajes pseudoreligiosos -éstas- no suben al cielo, se estrellan en el techo de nuestra mezquindad. Esto le pasó al arrogante fariseo que oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo (Lc 18, 11-12). Esta oración es el mejor retrato de un corazón orgulloso y henchido de vanidad. En ella, percibimos lo poco que se conoce a sí mismo: no soy como los demás. Esta afirmación sólo puede hacerla aquel que se coloca por encima de los demás con ojos justicieros. El hombre humilde, que se conoce a sí mismo, sabe que es como todos: ladrón, injusto, adultero… ¡pecador! Sí, como el humilde publicano confiesa: ¡Oh Dios! ¡Ten piedad de mí, que soy pecador! (18, 13). Andar en verdad es no desear ocupar los primeros puestos ni ponerse medallas por nada, al contrario, como afirma San Pablo es considerar a los otros como superiores a uno mismo, por eso el que es humilde perdona antes de que le pidan perdón, el que es humilde no toma en cuenta el mal , lo comprende, el que es humilde conoce las trampas del enemigo y sabe que en cualquier momento podemos juzgar, tener celos, pensar mal… por eso excusa todo (1ª Cor 13, 7), el que es humilde no busca los primeros puestos sino que se contenta con el lugar en el que Dios le ha puesto.
Saberse pecador es reconocer que Dios me perdona siempre y acudir a Él para pedir misericordia es la actitud propia del hombre humilde. Lo contrario es vivir a cinco metros de la realidad que pisamos. Cuando vamos por la vida repartiendo lecciones de justos y despreciamos a los demás nos situamos en el bando de los fariseos que codiciaban los primeros puestos en todo. En cambio, cuando somos conscientes de nuestras limitaciones, debilidades y pecados y levantamos nuestros ojos a Dios pidiéndole perdón, entonces -como afirma el libro del Eclesiástico- nuestros gritos atraviesan el cielo y nuestras oraciones alcanzan el corazón de Dios que derrama gracias de conversión en nuestros corazones. Somos invitados a subir hacia Dios descendiendo las gradas de la humildad. ¿Qué es tener humildad? Hacer el bien a los que nos han hecho el mal (Mt 5,39). ¿Qué es tener humildad? Aceptar que el otro me grite, pensando que Dios lo permite porque me quiere hacer santo, y aceptar así toda contrariedad. Sólo la humildad nos introduce en el Reino de Dios; ella nos hace niños (Mt 18,3). ¿Qué significa ser humilde? Preferir el amor de Cristo a todo lo demás. ¿Qué es ser humilde? Acoger con alegría íntima los desprecios y las ofensas por amor a Jesús.
Sin humildad no hay nada. Nuestro trabajo es la humildad. Si tenemos ocasión de soportar desprecios, injurias o insultos, el Señor nos ofrece el camino rápido. Es una prueba de su amor. ¡Soportémoslos! Eso supera todas las virtudes… Cristo crucificado es la luz radiante del amor de Dios. La humildad es un sendero que conduce al cielo: enfermedades, vejez, desprecios de parientes o de los hijos o del jefe o de la propia mujer o marido, el trabajo, etc.; un camino que tiene su recompensa en el cielo. En este camino, en este sendero, las huellas luminosas de Cristo nos preceden (1ª Pe 2,21). Hay que seguirlas, en el recuerdo constante de Él, crucificado por ti, y de su infinito amor. Alegrémonos de acercarnos poco a poco a Él crucificado. La enfermedad, la vejez y la muerte nos hacen pequeños y santos y nos preparan para el único puesto que de verdad a de interesarnos, el del cielo.
“¡Oh! Santa humildad de Cristo, quién te pudiera encontrar, quién te pudiera poseer, hacerte propia, quién te pudiera poseer, hacerte propia, quien te pudiera desposar. Santa humildad del corazón de Cristo, dulce amor, reposo suave, tú no te resistes al mal, excusas todo, soportas todo, lo crees todo. Eres el vestido luminoso del verdadero cristiano, eres la eterna dulzura del Señor crucificado. ¡Oh! Santa humildad de Cristo… quién te pudiera encontrar” (cf. KIKO ARGÜELLO, Anotaciones, 108).