En el artículo del número anterior de nuestra revista quedó un tanto obscura la distinción que hacíamos entre humildad positiva, humildad cabizbaja y humildad creativa. Vamos a tratar de aclarar lo que allí queríamos decir con estas expresiones más o menos felices.
La humildad, como hemos recordado en otros momentos, es un “invento” del cristianismo (así nos lo hacer ver un pequeño estudio de E. Przywara). En el mundo grecolatino de la antigüedad eran ensalzadas virtudes como la magnanimidad, la paciencia, la fortaleza…; pero la humildad era considerada como un defecto de carácter, como una enfermedad del alma. Ser humilde era por tanto ser defectuoso, tener una carencia, ser un apocado de espíritu; en suma, era una minusvalía espiritual. Era sencillamente un defecto que había que extirpar. La humildad, ya valorada en el mundo sapiencial del Antiguo Testamento (Prov 11,2; 15,33; 29,23, etc.), llega a su expresión y valoración perfecta con Jesucristo. Él es la humildad hecha carne, el amor que acampa (Jn 1,14).
No se trata de tener humildad como quien tiene una virtud más, sino de vivir en humildad, como la única forma posible de vivir del hombre, la adecuada, la correcta, la que dignifica: ser humildad. La humildad no es sin más un adorno que viene bien socialmente (los soberbios son insoportables hasta para el mismo Dios (cf. Lc 1,52-53); no es puramente una virtud social, sino vital. Si no soy humilde, me muero. ¡Que se lo pregunten a Satanás! Diríamos que hemos nacido para ser humildes. La humildad no solo nos hace útiles ante y para los demás, sino que es virtud que nos construye, nos edifica, nos da consistencia. La humildad es la vida del alma como lo es el corazón de Dios. Amor y humildad son realidades intercambiables; mejor, en un sentido amplio y poco preciso, son identificables, idénticas: son una misma cosa. Decir que Dios es amor es afirmar que es humilde por esencia.
Se habla de persona de condición humilde, de posición social humilde… incluso de persona de poco carácter. Nosotros queremos hablar ahora no de humildad social, sino esencial. Las circunstancias históricas concretas, no ajenas a pecados propios y ajenos, originan humildades poco deseables en sí mismas, aunque redimibles: la escasa educación sería un ejemplo de esta escasa realidad producida por perezas o por despotismos sociales. Como digo, esta humildad, producida por deficiencias humanas en general, resulta de gran valor para Dios, que ama lo socialmente bajo por pura misericordia. Pero aquí no hay virtud, sino condición, mera condición. Podríamos llamar a esta primera forma humildad sociológica.
Se da una segunda categoría que podríamos denominar humildad funcional o social estricta: me interesa ser humilde para poder convivir en paz con los demás, para poder trabajar sin espíritu de rivalidad y mezquindad. Ciertamente para poder relacionarme en cualquier tipo de sociedad, familiar, laboral o religiosa, es necesaria una elemental dosis de humildad. La vida sería y es en numerosos casos insufrible.
Y en tercer lugar podemos considerar la humildad que llamamos esencial, que es aquella que no es fruto de una inadecuada gestión humana, o de una necesidad social o cívica, sino de una necesidad personal, esencial: si no soy humilde, me muero, me asfixio. Necesito ser humilde no simplemente en relación con el otro, sino en relación conmigo mismo. El tejido de mi alma se deteriora si no le suministro humildad, si no vive en perpetua y perenne humildad. El diablo se deterioró del todo por no entender sus raíces, por no reconocer las Manos bondadosas de Dios, por no aceptar ser criatura.
Por tanto la humildad es mi vocación, la de todo hombre. No es un lujo, no es una cuestión estética ni funcional. Es una cuestión vital. Me juego mi propia felicidad y la de otros, mi destino, mi misión. La humildad me constituye, me lleva de la mano al Paraíso que perdí, me da las “herramientas lingüísticas” para hablar con mi Padre y Creador (cf. el fariseo que hacía oración y no bajó justificado: Lc 18,10ss). El vehículo sin gasolina, el pulmón sin aire…: así es el que ha renunciado a ser humilde. Santa Teresa decía que la humildad es andar en verdad. Y nosotros podemos decir que la verdad es andar en humildad.
Seguirán siendo válidas las afirmaciones de San Agustín, recogidas por la tradición, que perduran hasta hoy: “la humildad es el aprecio de Dios hasta el desprecio de mí. Y la soberbia es el aprecio de mí hasta el desprecio de Dios”. Pero esto ya es meterse como quien dice en asuntos de Teología espiritual.
El pecado original introdujo en la vida de los hombres el desconcierto del corazón. Al perder la humildad como forma esencial de nuestras vidas, optamos por formas donde la confianza, el respeto y la sencillez no tienen cabida. Hará falta restaurar nuestro aire, nuestro alimento vital, nuestra favorita virtud, nuestro humus (de ahí la palabra humildad). Ir contracorriente, en pura ascética de amor, remontando hacia el Manantial que nos crió. Esa es nuestra nueva tarea: recuperar día a día la perdida humildad.
Y es aquí donde entran en juego la triple gradación de la humildad que proponemos: humildad positiva, humildad cabizbaja, humildad creativa.
La primera, la positiva, consiste en dejarse querer, en asimilar el amor ininteligible, enorme, de Dios. Inauguro lenguajes y gestos de amor no usados hasta la fecha. Estreno modales auténticos de amor y me formulo en positivo porque Dios me formula así, en mucho amor. Sintiéndome querido, aceptando el amor de Dios amaremos; sin ofender ya, sin lastimar. Voy arrinconando resentimientos, envidias y celos. Me formulan, me formulo y formulo, todo en positivo. En este primer paso, donde vivo a Dios como Maestro, debo dejarme enseñar y corregir. La persona se va soltando y empieza a perdonar, agradecer, alabar; y esto verbalmente, de pensamiento y acción.
La segunda la llamo cabizbaja porque tiene matiz penitencial; es redentora, correctiva, mortificante. En este segundo nivel voy aprendiendo a llevar la cruz con amor. Es el misterio de la cruz el que me va purificando de mis grandes o pequeñas soberbias, y también ajenas. La persona empieza a entrar por lo ininteligible. Es un saber vivir bien esa cruz que no entendemos, sin rebeldías, sin movimientos bruscos. Hace falta mucho amor para vivir algo que no se entiende y que me está elevando. Empieza el amor unitivo por la identificación con la vida de Cristo. Vivo a Dios como Señor. Me dejo mandar, vivo una santa esclavitud (Lc 1,38.48). Vamos camino de la humildad creativa. Como decían los monjes antiguos: “Per humiliationem ad humilitatem” (la humillación me conduce a la auténtica humildad).
La tercera forma de humildad es la creativa o transformadora. La vivencia de Dios que se tiene aquí es no ya como Maestro o como Señor, sino como Dios mismo. Alcanzo así mi humildad esencial: yo soy nada (“creatio ex nihilo”), es decir, procedo de Dios. Soy porque Dios me donó el ser. Aquí, en la humildad esencial encuentro mis raíces, mi fundamento. El es el que es (Éx 3,14) y yo soy criatura suya. En la medida en que acepto mi nada me uno a mi Dios creador y me hago yo mismo “creador” de realidades positivas en la Iglesia. El me suministra ser para yo poder hacer y comunicarlo a su vez. Si el canal no opone resistencia alguna, el agua corre veloz y pueden beber a borbotones. Es esta humildad la que me permite transformarme en amor. Como decía en el artículo anterior: ser amor de cruz, denso, no simplemente llevar la cruz con amor.
En el film La Pasión de Mel Gibson hay una escena en que se une pasión, anonadamiento (Flp 2,7) creación (Gén1,1-2) y escatología (Ap 21,1). Cuando cae con la cruz, camino del Calvario dice: “He aquí que hago todas cosas nuevas”. Cristo, Humildad encarnada, reúne en sí mismo la humildad positiva, la cabizbaja y la creativa en grado divino, en otro nivel.
El primer grado de humildad lleva como ejercicio la capacidad de recibir (recibo un valor y respondo a ese valor del otro alabando, agradeciendo). Humildad social, educadora. El segundo lleva como ejercicio la capacidad de responder entregándome a la cruz, a la penitencia, agachándome. Humildad reparadora, redentora. El tercero lleva como ejercicio el responder entregándome “a la nada” que soy yo, a mi pequeñez extrema; me renuevo y amo con amor de extremo (Jn 13,1). Humildad transformadora. Si soy humildad de cristal Dios se dejará ver.
San Juan de la cruz, doctor de las nadas, vivió plenamente la humildad esencial, creativa, transformadora. Baste recordar sus maravillosas poesías. Santa Ángela de la Cruz nos dejó un ramillete de humildad positiva, cabizbaja y creativa. Es el cántico a la nada:
“La nada calla, la nada no se disgusta;
la nada no se disculpa;
la nada no se justifica; la nada todo lo sufre…
Nada merece… nada se le debe.
La nada no se impone;
la nada no manda con autoridad.
La nada, en fin, en la criatura es la humildad práctica”
Como nota aclaratoria, la humildad tiene que ver con la risa, con el desenfado, con la apertura. Cuando la humillación me da risa, es señal de que mi amor ha llegado a su culmen, se ha hecho perfecto. Vivirlo es entenderlo. Vivamos la humildad esencial, la transformadora, la definitiva.
Francisco Lerdo de Tejada
Capellán de la Universidad CEU-San Pablo, Montepríncipe