«En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”». (Mt 11,25-30)
Los discípulos acaban de regresar de sus correrías apostólicas y cuentan llenos de entusiasmo las maravillas que el Señor ha realizado por medio de ellos, sobre todo en la gente pobre, más dispuesta que otros para acoger el Evangelio. Jesús se extasía y empieza a alabar al Padre porque concede su gracia a los pequeños mientras que los grandes, demasiado pagados con sus cosas, se muestran incapaces de acoger la sencillez de la Buena Nueva.
El Evangelio es para los pobres no porque Dios distinga entre pobres y ricos sino porque es necesario estar vacío de uno mismo para poder ser llenado por Dios. El rico tiene muchas posesiones, en todos los órdenes: materiales y espirituales, pues si está colmado de orgullo por sus buenas acciones, por su ciencia o determinado a imponer siempre su voluntad, difícilmente podrá aceptar la salvación como don gratuito de Dios y remedio para nuestras miserias. Para acoger el don debería ser consciente de su menesterosidad y estar anclado en la humildad. Esta actitud es propia de los pobres, los pequeños y humildes que reconocen sus necesidades y aceptan ser ayudados. Por esto las maravillas de Dios están ocultas a los sabios y entendidos y, en cambio, se les revela a los sencillos.
De ahí el llamamiento de Jesús a todos los cansados y agobiados por la dureza de la vida, porque es cierto que, a menudo, las circunstancias de la historia de cada persona deja heridas profundas, difíciles de sanar. Muchos se encuentran agobiados por estas pesadas cargas que algunos no pueden soportar más. Pues bien, a todos ellos se dirige el llamamiento de Jesús, pues solo en Él se puede encontrar descanso.
La carga que impone Jesús es suave y ligera, puesto que Él ha sido el primero en llevarla: entrar en la voluntad del Padre. Cierto que esta voluntad, como ocurrió con el mismo Jesús, parece a veces dura e insoportable, pero todo contribuye para bien de aquellos a los que el Señor ama. Ya que toda obra de Dios va encaminada hacia su gloria, y la gloria de Dios consiste en que el hombre viva. Entender que todo es gracia es la base de la felicidad y lo que permite al hombre entrar en el descanso, exclamando por boca de Pablo: “¿Quién me apartará del amor de Dios?”.
De este modo podemos vivir de acuerdo al designio de Dios para con nosotros, pues Él no nos ha dado la vida para vivirla entre el estrés y la preocupación, sino para poder entrar en la contemplación de su amor, en la alabanza y en el descanso de saber que el Amor nos abarca y sostiene; en cuyo caso podemos tener un corazón aquietado y confiado como un niño amamantado en brazos de su madre, como proclama el salmista, o podemos cantar como el santo Juan de la Cruz: “quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado” . Por ello exclama Cristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.
Ramón Domínguez