El hecho más importante y trascendente de la historia es que Dios se hizo hombre para salvar y transformar al hombre; todos los demás misterios de nuestra fe derivan de este gran Misterio de la Encarnación. Nuestra visión de Dios, del mundo y de nosotros mismos sería totalmente distinta si tuviéramos presente, en toda ocasión, esta verdad nunca suficientemente meditada: que Dios también es hombre, que Dios es humano, que Dios se hizo verdaderamente “ uno de los nuestros “ ( Conc. Vat. II. GS, 22 ).
Cuando decimos que el cristianismo es la religión del amor, no es tanto por el amor que debe existir entre los cristianos cuanto por el amor con que Dios nos ama, que llega al extremo de asumir nuestra propia condición. Este amor se manifiesta en el misterio de la humanización o humanidad de Dios en Jesucristo, una afirmación teológica que nos lleva a comprender mejor el Misterio de Cristo en todas sus inefables consecuencias.
La comparación del cristianismo con las otras grandes religiones pone de relieve su carácter específico y distintivo. Mientras que las religiones orientales conciben a Dios como el Todo en el que se funden y pierden las personas individuales, y el Islam, en el lado opuesto, presenta a Dios como el Trascendente separado del mundo, el cristianismo cree en un Dios-Amor que desciende y se abaja hasta el hombre para hacerlo partícipe de su divinidad; ni panteísmo en el que desaparece la persona individual, ni soberanía infinita que exige un sometimiento incondicionado, sino cercanía amorosa al hombre por parte de un Dios que se hace hombre.
No es verdad que todas las religiones sean iguales , tal como algunos dicen; aparte de la sublimidad incomparable de su doctrina, el cristianismo es la religión del humanismo más profundo y excelso, muy superior al de cualquier otra filosofía, porque, en el Misterio de Jesucristo , lo divino se hace humano, y lo humano, divino.
el rostro compasivo de Dios
Si así es el cristianismo, cabe preguntarse por qué los cristianos tenemos en nuestro subconsciente la imagen de un Dios distante de los hombres, que nos mira con mirada justiciera desde su altura inaccesible. Es verdad que la idea de que Dios es nuestro Padre constituye el núcleo de la catequesis cristiana moderna, pero no es menos cierto que, a la hora de la verdad, apenas influye en nuestra vivencia religiosa, que sigue siendo muy poco intimista y confiada.
La causa principal de esta deficiencia hay que ir a buscarla en que el misterio de la Divinidad de Cristo no ocupa, como debiera ser, el centro de nuestra vivencia cristiana. Si en nuestra relación con Dios somos conscientes de que tiene un rostro humano como el nuestro, que comprende nuestros sentimientos y problemas porque Él también los tuvo, y que, en definitiva, Él es hombre como nosotros, a pesar de ser Dios, nuestra fe es viva y Cristo, su centro. Pero si lo vemos como una idea abstracta y confusa, todo cambia.
¿Cómo es Dios? ¿Qué idea hemos de tener de Él en relación a nosotros, a nuestros problemas y sufrimientos ? Esta pregunta nos la hacemos muy frecuentemente, sobre todo en los momentos de dudas en nuestra fe. La respuesta es, por una parte, muy difícil, porque se trata de lo Absoluto Infinito, que en cuanto tal es incomprensible; pero, por otra parte, es clara y convincente: Dios es tal como se nos revela y manifiesta en Jesucristo. “A Dios nadie le ha visto jamás: el Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” ( Jn 1, 18 ).
Viendo a Jesucristo, su forma de sentir y de actuar, vemos la forma de sentir y de actuar de Dios, pues es su revelación. Pero ¿cómo es Jesucristo? ¿qué forma tiene de comportarse ? Jesucristo es profunda y entrañablemente humano, esta es la respuesta. Y ello nos lleva a una afirmación equivalente que debemos creer firmemente: Dios es profunda y entrañablemente humano, aun cuando su obrar esté envuelto en impenetrable misterio.
verdadero hombre y verdadero Dios
El primer y supremo ejemplo es Nazaret; nunca se meditará suficientemente en ello para darnos cuenta de hasta dónde ha llegado a realizarse la humanidad de Dios. En Nazaret, Dios escondió la manifestación de su divinidad para vivir como un hombre cualquiera, hermanándose plenamente con nuestra condición. Al igual que la inmensa mayoría de los hombres, nació y creció en el seno de una familia pobre, con sus pequeños quehaceres y preocupaciones, con su ritmo monótono diario entre parientes y vecinos ( Cf Mc, 6,3); del mismo modo que la gran masa de los humanos, hubo de trabajar como obrero para ganarse el sustento diario y salir adelante en la vida, con todo lo que ello significa( Cf Mt 13,53 ); y como nos ocurre a la inmensa mayoría de las personas, su vida transcurrió en el más completo anonimato, sin cosas extraordinarias dignas de notar, sin acciones que sobresalieran de lo ordinario, sin ningún milagro que admirar ( Cf Jn 1, 46 ).
Pero no solo humaniza su forma externa de vivir, sino que, en Jesucristo, Dios se humaniza en su forma íntima de pensar, de sentir y de actuar. El Hijo de Dios es también el Hijo del Hombre, lo cual quiere decir que “pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre y amó con corazón de hombre “ ( GS, 22, 2 ). Si es cierto que en los Evangelios aparece muy claro que Jesús trasciende con sus obras y palabras lo meramente humano, porque está en la dimensión divina, no es menos cierto que su humanidad es semejante a la nuestra, y por eso nos resulta tan cercana y entrañable : se conmueve y llora por el amigo fallecido ( Cf Jn 11, 35 ); se entristece por el abandono de los amigos que le dejan en la soledad ( Cf Mt, 26, 30 ); siente, al igual que nosotros, la terrible angustia del sufrimiento moral y físico ante la muerte ( Cf Mt 27, 42 ); y hasta experimenta, como nosotros, reacciones de indignación humana ante ciertos comportamientos e hipocresías ( Cf Lc 11, 40-53 y Jn 2, 15 ).
cada ser humano es un reflejo de Jesucristo
Si el cristianismo es la religión de la Encarnación o humanización de Dios, tal misterio no solo nos hace ver a la divinidad en otra perspectiva, sino que también se extiende, en lógica consecuencia, a lo humano. Hay un maravilloso intercambio: lo divino se hace humano, y lo humano se hace divino. La exaltación de la dignidad del hombre alcanza alturas insospechadas, y ningún humanismo filosófico puede compararse, ni de lejos, al humanismo cristiano.
Por el misterio de la Encarnación podemos afirmar que hay un valor divino de lo humano. Dios ya no es el Transcendente, que está infinitamente lejano y por encima de sus creaturas, sino también el Inmanente, que se identifica con todo lo bueno, justo y positivo que existe en el hombre. Es en esta teología donde se puede hablar de la secularización del cristianismo, pero no precisamente por privar al cristianismo de su carácter sagrado, es decir, secularizándolo, sino al contrario, por dar a lo humano una dignidad inviolable y casi sagrada.
Dice S. Bernardo: “Cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad” . Así es, y así debemos ver las cosas. La bondad y el amor que vemos o experimentamos en los hombres, ya no es solo realidad humana, sino también divina. Platón afirmaba que todo el bien que existe en el mundo es participación del Bien Absoluto, una tesis que la recoge el cristianismo en su teología de la creación, pero que alcanza su máxima expresión en la teología de la Encarnación.
A partir de Jesucristo, el Bien y el Amor no están separados del mundo y por encima de él, sino que están en el mundo de los hombres como realidad humano-divina. La realidad de Dios se hace tangible y concreta en la pobreza y necesidad humana: “ Tuve hambre y me disteis de comer” ( f Mt 25, 35 ), y no es preciso tener una experiencia sobrenatural y mística para ver a Dios, sino que lo podemos descubrir en nuestro corazón: “ Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” ( Mt 5,8)
El valor divino de lo humano, por otra parte, amplía el concepto de lo cristiano a todas las cosas. Todo lo que de honesto, justo, caritativo podemos hacer, no solo tiene un valor ético, sino también cristiano, porque Dios, en Jesucristo, ha asumido la naturaleza y la historia del mundo en sí mismo ( Cf GS, 38 ). Es el sentido del “cristianismo anónimo” del que habla S. Agustín, porque es indudable que existen, objetivamente hablando, infinidad de personas que obran como cristianas sin ellas mismo saberlo.
La fe, por supuesto, es la fuerza fundamental que ha de motivar las buenas obras del cristiano, pero lo cristiano no podemos circunscribirlo exclusivamente a lo que hacemos motivados por la fe. Cuando hacemos el bien, lo humano se convierte en cristiano, y por eso el Apóstol nos exhorta a dilatar nuestra fe y nuestro amor a todo lo bueno, sin hacer distinciones: “ Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta” ( Fil 4, 8 ).
humanidad, sinónimo de misericordia y clemencia
El concepto teológico de la humanidad de Dios hemos de extenderlo, finalmente, a su comprensión y misericordia hacia las desgracias y miserias del hombre. En Jesucristo, Dios se muestra muy humano hacia el hombre. Pero esto en modo alguno significa restarle importancia a los pecados de los hombres, sino más bien lo contrario. El Evangelio huye de las componendas y es radical en sus exigencias, porque el Reino de Dios es el reino del amor, y el amor, por su propia naturaleza, es entrega incondicional a Dios y al prójimo. Pero esa exigencia no excluye la comprensión y la misericordia de Cristo hacia la persona que peca por debilidad o que sufre los golpes duros de la vida. El Evangelio está cargado de divina humanidad, porque es mensaje de salvación para los pecadores y desgraciados. Amigo de pecadores ( Cf Mt ), comprensivo de las debilidades humanas ( cf Jn ), Jesús solo se muestra duro con los que son duros de corazón, como los fariseos.
Los cristianos estamos convencidos de la entrañable humanidad de Dios, tal como se manifiesta en el Evangelio, pero no la aplicamos a nuestra vida concreta. Cuando está por los suelos nuestra autoestima, cuando nos sentimos pecadores y miserables, o cuando las cosas nos van mal, el sentimiento hacia un Dios que nos comprende y está cerca de nuestro pobre corazón, no aumenta, sino que disminuye; es muy frecuente tener la idea errónea de que Él nos está condenando, en lugar de que nos mira con comprensión y misericordia.
Para superar este sentimiento, deberíamos pensar en lo que ocurre en la actitud humana, y extenderlo, con mucho mayor motivo, a la actitud divina. ¿No acoge el padre a su hijo, disculpándolo en su mal comportamiento? ¿no está cerca el amigo de su amigo, o el psicólogo de su paciente para comprender y aliviar sus miserias ? Si esto es manifestación de humanidad, ¿cómo no creer que Dios, nuestro Padre, se comporta de igual manera cuando pecamos?
A partir de la humanidad de Dios en Jesucristo comprendemos también la humanidad que debemos tener los cristianos hacia nuestro prójimo. La caridad y el perdón que se nos pide en el Evangelio no es solo un precepto que debemos intentar cumplir, sino una comprensión de lo humano que debemos tener, porque todos estamos hermanados en las mismas miserias y pecados. El buen samaritano, que se conmueve ante el dolor del prójimo y lo socorre, es ejemplo de humanidad caritativa, a imitación de Jesús, que pasó haciendo el bien movido por la compasión hacia los que sufren: “Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos” (Hch 3,7).
Y cuando Jesús nos reprocha la dureza de nuestras críticas y juicios hacia nuestro prójimo, apela a nuestra falta de comprensión de lo humano en nuestras propias personas y situaciones: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo, y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?” ( Mt 7, 3 ). La comprensión de lo humano nos lleva a ser humanos, una actitud eminentemente evangélica.