La historia que duele, la que no hemos buscado, la que incide brusca e imprevisiblemente es el misterio donde convergen la voluntad de Dios y la libertad del hombre. Surge la incomprensión de unos acontecimientos adversos y urge interpretarlos, de forma que el dolor se mitigue, apoyado en una causa razonable.
Pero es un error. No todo se entiende con la razón; la realidad a veces rebasa la lógica cotidiana y natural. Cuando aparece la enfermedad o cualquier desgracia que remueve los cimientos de la calma y del sentido común, hay un lastre de sufrimiento ocasionado por la duda, por el desconocimiento: “¿Por qué a mí?, ¿qué he hecho yo?”
la luz de la fe ilumina la negrura del sufrimiento
La religiosidad natural nos inclina al sacrificio y al holocausto, al mercadeo, al único campo visual que vislumbra la razón. Hay que solucionar el problema cueste lo que cueste; esto es: que se haga nuestra voluntad. Y seremos capaces de hacer cualquier cosa para conseguirlo, incluso rezar. Sólo hay un drama mayor que la esclavitud del pecado y es no ser consciente de ella.
Sin embargo: “…no quisiste sacrificio, ni oblación, ni holocaustos, ni víctimas; por eso dije: He aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Hb 10,6-7). La historia no acontece para entenderla sino para vivirla. María no pretende comprender la injusticia que sufre su hijo, pero entra en la historia del silencio, de la sumisión. Hágase en mí según tu voluntad, la que fuere, aun la que parece más absurda, aun la que me destroza por dentro, aun la que me descoyunta las sienes…
¿Entendía Abraham que Dios le pidiera sacrificar a su hijo único? “…Ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido” (Rm 4,20)
Esto es la corona de espinas: agujerear la razón con los clavos de lo irracional, de la infamia, de la ignominia, dejándose mecer por la obediencia; “…y obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8); y así, sufriendo, aprendió a obedecer. ¿Es necesario el sufrimiento, la oscuridad de la incomprensión, la desertización de los afectos, la confusión del absurdo, la severa soledad y el dolor omitido de la cruz que sorprende lenta y decidida?
Sí, es necesario para la resurrección, “para que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios y no de nosotros” (2Co 4,7-10). Porque llevamos un tesoro para repartir entre los hombres, a todo aquel que lo quiera, “…venid, comprad trigo; comed sin pagar vino y leche de balde” (Is 55,1), y lo llevamos en vasos de barro: el poder más valioso, la perla más preciosa dentro de la frágil debilidad de la arcilla.
la Cruz, brújula en la tempestad y en la calma
Duele la historia de los que llama el Señor. La tentación es querer interpretarla, y hallar un resquicio para la huida, para la exculpación, o tal vez tan sólo un pequeño sosiego para la defensa ante uno mismo.
El príncipe de este mundo es el que tiene mayor interés en explicarnos la historia; y en esos momentos de incertidumbre emerge teñido de un paternalismo salpicado de ironía: “¿Dónde está tu Dios, dónde está ese Dios” (Sal 41), tan bueno, que tanto te quiere?; ¿cómo permite este dolor, esta injusticia? Mira, te voy a interpretar lo que te pasa: “Si eres el Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en pan” (Mt 4,1-11).
Si te desprecian, si te anulan, si la historia te duele: cambia la historia. ¿Cómo es posible que a ti, que has venido a salvar al mundo, nadie te reconozca, nadie lo sepa? ¿Por qué tienes que sufrir?, nos musita al oído día y noche el gran interpretador. ¡Haz un milagro espectacular! Tírate desde el alero del templo y tus ángeles te cogerán y el mundo te admirará y todos sabrán quién eres. O lo que es lo mismo: cambia la historia.
Entonces, ¿por qué el sufrimiento…? Y de nuevo el descifrador: ¿será quizás a causa de vuestros pecados? “¿Quién pecó, él o sus padres, para que naciera ciego? Ni él pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,1-45).
Aquí está la clave, aquí la cruz, aquí la resurrección, y aquí la vida.
Hay sencillamente quien no comprende la historia y trata de cambiarla. Hay quien sencillamente no comprende la historia y trata de entenderla. Y hay quien no comprende la historia y sencillamente la vive.