Cuando nació Cristina, su madre sintió cómo se le helaba el alma.
Una mezcla de sentimientos se agolpaban en su corazón sin poder dominarlos
Aunque la alegría por el nuevo hijo era grande, languidecía por momentos ante la preocupación por lo que parecía más que evidente: la niña había nacido con Síndrome de Down.
Aun siendo su noveno hijo, aquel 13 de noviembre de 2004 se abría un camino desconocido para Carol. “Cuando la tuve delante pensé que no podía ser, que se trataba de un error. Primero sentí miedo pero según pasaban las horas e iba comunicándoselo a los familiares más me iba confirmando que pese a todo era mi hija y la quería igual que a los demás”.
Amor incondicional
Durante los quince días que Cristina permaneció ingresada en el hospital, la familia preparó con cariño la llegada del nuevo miembro. Todos los hermanos esperaban ansiosos el momento de poder abrazarla. “Ahí me di cuenta de que Dios lo había hecho bien. El mejor sitio donde podía estar era en mi casa: con hermanos y en una familia cristiana. Por lo menos nunca le iba a faltar lo principal, el amor”.
—¿Los niños sabían que su hermana era especial?
—Cuando nació Cristina mi marido y yo les informamos sobre esta discapacidad, pero para ellos era una recién nacida normal, como había sido el resto. Disfrutaban de ella y no se daban cuenta de sus limitaciones. Fíjate si la quieren tal y como es que el otro día una de mis hijas me preguntó cuándo iba a tener Cristina el Síndrome de Down.
Una bendición envuelta en pañales
Pasaron los meses y, pese a que el bebé precisaba de una rehabilitación específica por su enfermedad, la familia se acomodó a la nueva situación.
—¿Cómo transcurre el día a día desde su llegada?
—Lo que más me asustó en un principio es que pudiera necesitar más tiempo que otros, pues yo no le podía dedicar un trato muy especial. Gracias a Dios no ha sido así, ha hecho rehabilitación, pero también los otros van al colegio y necesitan su tiempo. Lleva gafas como dos hijos más las tienen. Al final te acostumbras a cómo es y qué es lo que necesita, como cualquiera de la familia.
—¿Y cómo es Cristina?
—Es una niña que está contenta siempre. A pesar de que tiene tres años, que es la edad de las rabietas para cualquier niño, ella nunca se enfada. Es muy cariñosa y abierta a que le abracen y le den besos. Los niños están encantados. No ha sido un problema, al contrario, es una bendición tenerla con nosotros.
—¿Una bendición? ¡Pero si hoy día a la más mínima sospecha de discapacidad ya se baraja la posibilidad del aborto!
—Si, ya sé que suena raro, pero es así. La gente por miedo a sufrir o a perder comodidad, e incluso por ignorancia, decide abortar, quitarse de encima el problema. En primer lugar sólo Dios puede dar y quitar la vida, pero aparte de eso se pierden el poder querer a una persona como Cristina, que aporta muchas cosas buenas a los que están con ella. Ayuda a adquirir virtudes, a ser más humanos, a interesarse por el prójimo…
La gracia supera a la prueba
No hay duda de que la grandeza de Dios se manifiesta en la pequeñez humana. Cristina probablemente no manejará grandes sumas de dinero ni ocupará un importante despacho. Su trayectoria profesional puede que no sea destacada. Quizá nunca conozca la fama, el prestigio o el reconocimiento social. Pero realmente ¿tanto importa eso? ¿Acaso no son sólo vanidad y caza de viento por lo que la mayoría de los considerados “normales” agotamos nuestras fuerzas, impidiéndonos disfrutar de lo verdaderamente relevante? Desde luego no hay duda de que ella se lleva la mejor parte: saber despertar en los que la rodean sentimientos cargados de humanidad; ser capaz de dar y recibir amor a raudales, cualidad con la que Dios ha bendecido al hombre y, sin embargo, éste se empeña tantas veces en ahogar.
—Por lo tanto, ¿se puede ser feliz con una discapacidad?
—Claro que sí. ¿Que es grave? Todo es secundario. Nosotros procuramos estar juntos el mayor tiempo posible. Adaptarnos a todos, cuidar los pequeños detalles como familia, eso es lo principal.
—Entonces, ¿estás agradecida a Dios por darte una hija como ella?
—Doy gracias a Dios por muchas cosas todos los días. Porque me ha dado un marido maravilloso, por cada uno de mis hijos, porque no me duele nada, por llegar a fin de mes.
—¿Qué ha supuesto este acontecimiento de tu vida para tu experiencia de fe?
—Las cosas son por algo. Es verdad que es una prueba, pero Dios te da también la gracia. Esto me demuestra que necesito a Dios en cada momento, pues es verdad que con Cristina vivimos el día a día pero también con todos los demás. Desde luego yo siento que se ha abierto una puerta a la fe y a la esperanza.
—Ante su limitación, ¿te asusta el mañana?
—No. El futuro se piensa, pero no se organiza. Dios me concede tener la tranquilidad de que pase lo que pase, Él está en medio, de que lo puedo dejar todo en sus manos. Todos los días le digo: Señor tú me la has dado, tú sabrás…, yo sólo confío.
Fuente de vida en plenitud
Son las cinco de la tarde y Cristina agita los brazos. Es la hora en que sus hermanos salen del colegio. Ella los distingue y es feliz. Ha pasado unas cuantas horas sin ellos y los echa de menos. El rostro se le ilumina cuando ve cómo corren hacia ella y se pelean por abrazarla. Ríe, juega, se deja querer.”Los demás crecerán —afirma su madre—, pero siempre habrá una niña en casa”.
Este es el misterio de la fe. Aquello que para unos es necedad o escándalo, para quien se deja seducir por el amor inmenso de Dios y experimenta su gracia en lo cotidiano es fuente de vida plena. Abrazar la voluntad de Dios es una garantía de felicidad y esta familia, con la pequeña a la cabeza, disfruta de sus mieles.
De nuevo se cumple la Escritura: “Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión nos parecía soñar; entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría”