En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él. (Lucas 2, 36-40)
Ana la profetisa. Así la llama el Evangelio de hoy. Y san Pablo dirá a la comunidad de Tesalónica: “No despreciéis el don de profecía” (1 Tsl 5,16-24). Incluso llega a exhortar a los corintios que se empeñen “en seguir el amor ambicionando los dones espirituales, sobre todo el de profecía” ( 1 Cor 14).
La profecía, ese don, esa gracia, concedida por Dios de modo especial a determinadas personas para una misión concreta dentro de la Iglesia. Toda la asamblea cristiana de bautizados constituye un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. Todo bautizado habla de Dios, con él, para él y en él. Es la gracia la que impulsa a todo cristiano al anuncio del Evangelio. El don específico de profecía, en cuanto tal, no pertenece a todo bautizado sino a aquellos que son ungidos por el Señor para una determinada función dentro del Cuerpo místico.
En atención al Verbo encarnado, Sumo sacerdote de la Nueva Alianza, todo el Antiguo Testamento se vio empapado de la gracia y de la unción del Hijo. Al igual que María fue redimida de modo excelente y preveniente por la gracia redentora de Cristo, así todos los profetas de la Antigua Alianza se vieron sumergidos en los dones proféticos del Hijo.
Ana, esa profetisa del antiguo y del nuevo testamento. Esa ancianita embellecida por la profecía de la Palabra. Esa mujer que “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios en ayunos y oraciones noche y día”.
Llama la atención esa clase de servicio: ayunos y oraciones. Engorde del alma y debilitamiento del cuerpo. ¡Así se salvan las almas! ¡Así se atrae al Verbo! Olvidándose de uno mismo y estando muy unidos al Señor de las misericordias. Es el servicio de calidad, el que produce calidad de servicio. ¡Marta, Marta…, que así no es, como piensas tú!
Ya tenemos tres elementos que arrastran nuestra fe, la elevan: la profecía, el ayuno y la oración. Todo espiritual. Todo inapropiado para los criterios mundanos. Así pasaba esta santa mujer sus días, pero en plan exigente y amoroso: noche y día.
Esta mujer, llena de Espíritu santo, no hace sino alabar y hablar de Dios a todos los que abrían su corazón a la Esperanza. Son los siguientes: la alabanza divina y la transmisión de la persona de Jesucristo. Esta anciana es apóstol. Esta anciana está ungida.
Ella se dirigía a aquellos que de algún modo estaban predispuestos a recibir al Mesías. “Aprovechemos cualquier oportunidad para hacer el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe” (Gal 6,10). Es curiosa esta distinción: amad a todos pero en más en especial a los hermanos en la fe. Ana predica no a gentiles sino a creyentes en esperanza.
¡Tengamos fe en las profecías auténticas. Tengamos fe en el ayuno, la oración y la alabanza. Hagamos apostolado en el nombre del Señor!
Por su parte, la Sagrada Familia sigue paso a paso realizando los planes misteriosos de la Providencia. Entran de lleno en sus cauces. Pasan haciendo el bien. Y ahora… “se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret”. Ellos no permanecen. Obedecen. “No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la que está por venir” (Heb 13,14). María, José y el Niño peregrinaron por estas tierras nuestras, sin aferrarse a terruños. Se mueven según el péndulo divino, no según criterio propio.
“El Niño crecía, se robustecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él”. ¡Qué normal y qué divino es este Niño! Verdaderamente es Dios verdadero y hombre verdadero. ¡Cuánto consuelo en estas palabras! Cristo no fue ni es un apariencia humana, un juego de espejos. Era ser humano, que crecía, que necesitaba abrigo. Es ser humano que ya no necesita calor ni alimento.
Este carpintero se dignó serlo por amor a mí, porque me quería y amaba. Aprendiz de hombre para hacerme eterno. No seamos tan ligeros que este Niño nos trae peso. Es ese amor el que le hizo pasar todos los procesos humanos menos el pecado. Crecimiento, fortaleza creciente y la sombra de la gracia en vuelo. Como yo, pero El Dios y yo lerdo.
Este Niño divino me enseña a no despreciar ni lo humano ni lo pequeño. Se trata de ir desenvolviendo las gracias recibidas en armonía y crecimiento, “hasta llegar a la estatura del varón perfecto” (Ef 4,13)
De este modo, lo preparaba el Padre para su misión de Redentor. Alimentado por María y José, aprendiendo lo humano en divino seminario. En tan humilde magisterio hemos quedado aleccionados por estos episodios de la infancia de tal Infante. Crecer, crecer, crecer… al ritmo de la gracia, de María y de José.