«Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor lo impulsaba a curar. Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de introducirlo para colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante de Jesús. Él, viendo la fe que tenían, dijo: “Hombre, tus pecados están perdonados”. Los escribas y los fariseos se pusieron a pensar: “¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?”. Pero Jesús, leyendo sus pensamientos, les replicó: “¿Qué pensáis en vuestro interior? ¿Qué es más fácil: decir ‘tus pecados quedan perdonados’, o decir ‘levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”. Él, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios. Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: ”Hoy hemos visto cosas admirables”». (Lc 5,17-26)
Hoy me he levantado sin elevar mi mirada al cielo. Por muy acompañado que esté, me siento solo. El mundo me encierra en una cárcel de desesperanza, temor y angustia. Maldigo este trabajo, que apenas me sirve para ir sobreviviendo y en el que, a cambio, tengo que soportar toda una serie de abusos e injusticias. Me muestro ante mis compañeros serio y distante, cortante si lo veo necesario. Estoy cerca de pegar un puñetazo en la mesa y mandarlo todo al carajo, pero las responsabilidades familiares me frenan.
Por otro lado, muchas opiniones y comentarios que oigo a mí alrededor, atacan directamente las raíces de mi pensamiento y mi visión de la vida. Prefiero “pasar” y situarme en la posición del que desprecia y se evade del entorno que le rodea.
Considero que mis aspiraciones en esta vida son claramente legítimas y positivas pero están prácticamente condenadas a la frustración.
En definitiva, experimento que una visión horizontal de la existencia me lleva al sin sentido y al vacío. Vivir ¿Para qué? La desesperanza me paraliza. Abandono el combate porque no veo expectativas de victoria. Descubro que mi parálisis está enraizada en el hecho de haber apartado a Dios de mi vida, de vivir como si Él no existiera, de haber caído en el pecado y haberme hecho carne con él. Sin el Señor, este mundo se me ha convertido en una pesadilla. En medio de esta agonía espiritual unos ángeles de carne y hueso me llevan en “camilla” a los pies de ese Jesús al que yo había desterrado de mi alma. Pero este no me dice —como mi hombre de la carne esperaba— que me iba a regalar otro trabajo, en el que iba a ser valorado y respetado, ni que las personas que me hacían sufrir iban a cambiar. Tampoco me promete que el mundo iba a experimentar una transformación a mi medida.
Él, que me quiere como yo no alcanzo a comprender, obra en mí un milagro diferente, que no aparece en mis planes, mucho más chatos y pobres que los del Señor. Porque lo que yo quiero es un arreglo material de mi vida, una vida que solo vivo para mí mismo. Por eso Jesús me dice: mírame, tus pecados te son perdonados, camina con tus ojos puestos en mí, no vivas más para ti y libérate de las ataduras del mundo, el demonio y la carne. Apoyado en mí, encontrarás el consuelo y el descanso que tu alma necesita y podrás afrontar las dificultades y peligros con paz, valentía y buen ánimo. No te ahogarás cuando te envuelvan las olas de la muerte. Verás cómo, de una forma o de otra, proveo a tus necesidades, tal vez no cuando y como tú quisieras, pero sí como mejor te conviene. Conocerás la verdad de que nada ni nadie es más importante y necesario que yo. Podrás decir a los demás que el Señor ha pasado por tu vida haciendo cosas admirables y darme gloria delante de los hombres.
El Señor nos impulsa, en este evangelio, a situarle en el centro de nuestro pensamiento y apercibirnos de las cosas admirables que realiza en nuestra vida. Muchas veces estamos ciegos a la acción de Dios porque nuestras miras se concentran exclusivamente en nuestro “yo”. Es urgente aterrizar en la verdad de que solo en Dios podemos hallar la plenitud.
Es también importante y muy significativo observar que en este pasaje del evangelio de Lucas, el paralítico y los que estaban con él, asombrados, daban gloria a Dios. De igual forma, toda la vida del cristiano está destinada a glorificar al Señor, con nuestras palabras, obras y pensamientos. Todo lo que Dios pone en nuestra historia personal, acontecimientos y personas, son instrumentos mediante los cuales podemos y debemos darle gloria, en la confianza de que todo lo que nos sucede es para nuestro bien y está regido por el amor que nos tiene, aunque muchas veces, con el peso de la cruz, esta verdad se nos escape de las manos.
El Señor hoy nos llama a sustentar nuestra vida en Él, dirigiendo nuestra mirada al cielo, que está en un plano superior a todo lo que nos lleva a la muerte. Solo así, podremos darle gloria ante un mundo tan enfermo y desgraciado.
Hermenegildo Sevilla