«En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”». (Mt 16,13-19)
Utilizamos mucho el término “gente” para referirnos a los otros, a la mayoría. Nos preguntamos a menudo cuándo la gente saldrá de vacaciones o a qué partido votará, o como aceptarán un determinado mensaje social. Esa gente de la que tanto hablamos parece ser uno y, sin embargo, por definición son multitud y además siempre dispar; pero cuando hablamos de la gente parece que hablamos de un individuo en concreto, una señora, por lo de “la”. Jesús es más cercano de lo que nos podemos imaginar y su Evangelio, vivido y escrito hace dos mil años, mucho más realista, actual y cotidiano que un programa de la tele. En este pasaje de hoy queda claro lo que intento explicar: Jesús pregunta a sus discípulos por la opinión de la gente sobre Él. Parece hacerlo como si fuese un político que quiere conocer cómo le va en los sondeos. Pero la verdad es que las respuestas de los discípulos le resbalan y en seguida hace la pregunta clave.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Vosotros, tú, yo, los de cerca, aquellos que están a su lado a los que puede mirar a los ojos y hablar directamente. No le importa a Jesús la opinión de una masa anónima dispar y sin nombre, la gente; le importa la opinión de cada persona, su respuesta ante El, porque aunque a los sociólogos les importen mucho las tendencias sociales y a los políticos los sondeos, El asunto espiritual no es un tema de gentes sino de personas concretas. Y esto es más profundo de lo que parece. Somos gente cuando vamos al fútbol a animar a nuestro equipo, en el teatro cuando aplaudimos una obra, en unas elecciones cuando votamos o cuando vamos de vacaciones a la playa. Pero en las cosas de Dios no hay gentes, hay personas, hay intimidad.
Solo las personas, desde esa condición de unicidad, como almas encarnadas, pueden responder a la pregunta que Cristo nos lanza: ¿Quién soy yo? ¿A quien sigues? ¿A quien rezas o te encomiendas cada día? ¿Pensando en quién educas a tus hijos, planeas tus decisiones fuertes de vida y acudes los domingos a una Iglesia? ¿Seguimos a Cristo como gente o como personas que un día dejarán esta vida y se desean unir a ese en el que dicen creer?
Los asuntos de Dios no son asuntos de gentíos, son asuntos personales. La gente puede ir a muchos sitios, ver programas de TV de moda, votar a políticos guapos o ir de vacaciones a sitios “guays” pero nada de eso responderá a la pregunta de Jesús. Cuando Cristo nos interroga, y lo hace a diario, quiere que recordemos lo serio y profundo que es rezar y seguirle. Los mártires lo supieron y muchos cristianos perseguidos hoy también lo saben. Podemos hacer lo que hace la gente pero si miramos a Jesús cuando nos pregunta: ¿y tú quién crees que soy yo…? Cuando Pedro responde la verdad: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, una opinión muy alejada de la de la gente; entonces Jesús sí presta atención a esa respuesta, la verdadera respuesta, y le dice quién es y quién será: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
Así deberíamos preguntarnos a diario: ¿A quién sigo cuando me llamo cristiano? ¿Qué hago de verdad cuando rezo? ¿Qué espero de mi fe en Cristo?¿Por qué me importa tanto la opinión de la gente?¿ Es mi vida eterna lo que me importa de verdad? ¿Qué estoy dispuesto a hacer por ser coherente con mi amor a Cristo? Respondidas estas cuestiones con sinceridad y coraje, estaremos en condiciones de saber —de boca de Jesús, que siempre susurra al corazón— quiénes somos nosotros de verdad, y eso nos dará la paz y la fortaleza para continuar nuestro camino. Pedro era un simple pescador inculto, pero supo reconocer al Hijo de Dios vivo en Jesús y seguirle hasta el fin, ese fue su camino y su recompensa y con él. La Iglesia, construida a lo largo de los siglos con la misma interrogante escena: “¿Quién decís que soy yo?”. Miles y miles de hombres y mujeres que vivieron su encuentro personal con Cristo y forjaron vidas santas de las que otros hoy beben para seguir caminando y construyendo la Iglesia, el reducto santo que Dios ha querido dejar entre la gente.
Jerónimo Barrio