«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”». (Mt 18,15-20)
“Yo perdono pero no olvido”, “Estás en mi lista negra”, “Para mi estás muerto”, “A partir de hoy, no tengo hermano”… y así podríamos añadir muchas frases de parecido talante y engrosar esta lista de despropósitos fruto de agresiones recibidas hacia nuestras personas y sus sentimientos.
Qué duda cabe que aquí pueden darse agresiones en su grado máximo: pérdida de seres queridos, grandes traiciones, etc. Pero también no cabe duda que, posiblemente sin darnos cuenta, entramos en un estado de muerte interior; nos convertimos en seres que llevan el alma sangrando por una herida abierta que solo el amor de Dios puede sanar; estamos débiles, anémicos, irascibles, no pueden tocar en nuestra presencia temas determinados que nos hagan relacionar nuestras experiencias con ellos. Convertimos nuestra vida en un valle con lindes, con parcelas donde no queremos entrar. ¿Por qué? Porque no podemos amar y mucho menos a mis enemigos.
Y es aquí, consciente de mi impotencia, donde tengo que hacer memoria de Cristo, que me amó hasta el extremo. Mirando mi pasado, donde tantas veces le traicioné y sin embargo, cada vez que me he acercado al sacramento de la reconciliación, nunca —y recalco esta palabra— nunca me ha negado el perdón. Jamás se me ha juzgado, jamás se me ha condenado y siempre he encontrado los brazos abiertos de Dios.
Qué duda cabe que en este hacer memoria me pueden ayudar los santos , como el que hoy recuerda la Iglesia en su Memoria Obligada: San Maximiliano Kolbe. En su morir por el otro, hay algo más allá que el coraje ante el último aliento, algo infinitamente más poderoso: ¡la fuerza del perdón! Es como si ante la frontera de la vida eterna tuviera una experiencia extrema del perdón de Dios para con él. Entonces, ¿cómo no perdonar al otro setenta veces siete?
Ante el Evangelio de hoy, he hablado de todo esto para animar a los hermanos que son presa de algún pecado que les ha llevado, tras problemas de convivencia con su comunidad, con su entorno, a ser considerados como un gentil o un publicano; la Iglesia no persigue otra finalidad que la de eliminar toda piedra de escándalo y si queréis, volved a la comunión con toda la comunidad. Esta Palabra es también de amor y nos invita a la metanoia, a la conversión, a la que cada ser humano está llamado suponiendo una nueva forma de pensar . La conversión es un acto interior, profundo, más allá incluso del subconsciente, en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse reemplazar por la comunidad; es necesario que, como el publicano del Evangelio, nos pronunciemos con toda la profundidad de conciencia, con todo el sentido de culpabilidad y de confianza en Dios, y puestos ante Él, confesemos como el salmista: “Contra ti, contra ti solo pequé”. Pensemos que nadie puede arrepentirse en nuestro lugar ni pueden pedir perdón en nuestro nombre.
Hombre, ora para que no te venza la prueba, que si de algo he de darte testimonio es del poder de la oración. Pero eso, si Dios quiere, será en otra ocasión.
Juan Manuel Balmes Ruiz