«En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles:”Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.” Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios». (Lc 4, 14-22)
Resulta en verdad impresionante el modo en que el evangelista Lucas relata este regreso de Jesús a Galilea, porque nos dice, que “Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu”. Todos los evangelistas son contestes en esta afirmación de la predicación gloriosa de Jesús en Galilea, que en eso consiste “la fuerza del Espíritu” que Lucas anuncia, y que es causa de que su fama se extendiera “por toda la comarca” en virtud del poder que emanaba de sus hechos y palabras.
Pero también Mateo y Marcos se refieren a ello cuando nos dicen al comienzo de sus relatos, que Jesús “… fue llevado por el Espíritu al desierto…”, (Mateo 4,1 y Marcos 1,12-13), y también Juan, haciéndose eco de la teofanía del Jordán, nos da cuenta de la manifestación del Bautista, que vio al Espíritu de Dios descender del cielo sobre la cabeza de Jesús.
Pero de todos ellos, solo Lucas nos traslada este testimonio directo y preciso de Jesús, que en su propio pueblo, delante de los que fueron sus vecinos, los mismos que lo vieron corretear por sus callejuelas cuando niño, y trabajar de joven en la carpintería de su padre para ganarse el sustento, ahora, a la vista de todos, hace suyas las palabras de Isaías que acaba de leer en la sinagoga de Nazaret, y declara explícitamente que el Espíritu del Señor está sobre él, porque lo ha ungido y lo ha enviado a anunciar el evangelio a los pobres. Y aunque según el relato evangélico, en un principio, “…todos le expresaban su aprobación y le admiraban…”, es lo cierto, que su declaración estuvo a punto de costarle la vida, y que solo por “la fuerza del Espíritu” se puso a salvo de los que querían despeñarlo.
Jesús se presenta así ante el pueblo como el gran restaurador del pueblo de Israel, pero es el Espíritu de Dios, el Espíritu del Padre que lo ha enviado, y del que es portador como su ungido, tal como tronó desde el cielo en el Jordán, el que realizará esa profunda transformación del alma del hombre, que era pobre, ciego y estaba cautivo del pecado hasta ese gran día del Señor en que Jesús declara ante los suyos, como Esdras lo había hecho quinientos años antes en Jerusalén ante la Puerta del Agua, leyendo la ley de Moisés desde la mañana hasta el mediodía, y concluyendo con aquellas emocionadas palabras que hicieron llorar al pueblo: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios” (Nehemías, 8).
Son los cielos que se abrirán para el hombre redimido, capaz ahora de alcanzar la gracia y de vencer a la muerte y el pecado por la pasión inaudita de este Mesías que llega y que se anuncia, y que salvará desde el árbol de la cruz a todo el género humano.
Lucas y Esdras hablan en presente: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”, dijo Jesús, “Este día está consagrado…”, concluyó el sacerdote Esdras. No esperéis otro momento, acogeros ya confiadamente a la palabra de Dios que renueva a los hombres, tomad la fuerza del Espíritu divino que se os entrega de balde, no desmayéis, respirar hondo con la gracia que todo lo inunda, llenaros el alma de suavidad, colmaros del amor de Jesús que llega a nosotros.
Horacio Vázquez