La noción de fuerza es una de esas ideas que todos sabemos qué es y la experimentamos y que nos cuesta definir. El concepto de fuerza, en el campo de la física, recurre a definiciones complicadas, aunque en definitiva se necesita la interacción entre dos cuerpos para que se dé la fuerza de uno sobre otro, bien modificando su movimiento, su estructura o ambas cosas a la vez (empujo un mueble, levanto pesas, machaco una nuez…). En física, pues, fuerza es toda causa capaz de modificar el estado de reposo o de movimiento de un cuerpo. No entraremos en cómo se mide esa fuerza y cuál es su unidad; como tampoco gastaremos saliva o tinta para hablar de la fuerza física humana: quién gana un pulso, quién corta el tronco de árbol más rápidamente, quién pega a quién (el boxeo), etc.
En el mundo en que vivimos nos imbuye este concepto como algo necesario para sobrevivir superando la competencia de los otros: tengo que ser más fuerte para conseguir ese puesto de trabajo antes que Fulano, o si tengo que trepar por encima de Mengano, allá él…; y así proliferan los poderosos, muchos ricos, los prepotentes, los detentadores de fuerzas manipuladoras sobre las vidas y conciencias ajenas. La ONU, por ejemplo, pone entre la espada y la pared a pueblos subdesarrollados negándoles ayudas económicas y medicinales si no se someten a sus dictámenes anticoncepcionistas, abortistas, etc.; todos los regímenes absolutistas persiguen el primer puesto del podio a toda costa, doblegando la dignidad humana de los suyos; la prepotencia acampa a sus anchas por doquier y, sin ir más lejos, también en nuestros propios ámbitos, cuando miramos por encima del hombro a los demás, incluso en la propia familia y hasta en el propio matrimonio…
En la Sagrada Escritura aparece muchísimas veces esta palabra, con contenidos y significados no solo más amplios sino también más profundos, que obedece a una traducción de los términos originales hebreos, griegos y latinos, siendo los más conocidos para nosotros los de dynamis y virtus. En ellos se esconde una realidad sobrenatural que pobremente se manifiesta con la variedad de expresiones recogidas en numerosos textos y vocablos sinónimos (fuerza, poder energía, vigor…). Espiguemos solo algunos:
– Yo le doy gracias en mi cautiverio, anuncio su grandeza y su poder (Tb 13,7).
– Espera un poco y verás cómo su gran poder te atormentará a ti y a tu descendencia (2 Mac 7,17).
– Sosegó el mar con su poder (Job 26,12).
– Levántate, Señor, con tu fuerza, y al son de instrumentos cantaremos tu poder (Sal 26,14).
– El Señor es mi fuerza y mi escudo (Sal 28,7).
– Por ti velo, fortaleza mía, que mi alcázar es Dios (Sal 59,10).
-Tocaré en tu honor, fuerza mía, porque tú, oh Dios, eres mi alcázar (Sal 2918).
– Tú, oh Dios, haciendo maravillas, mostraste tu poder a los pueblos (Sal 77,15).
– Dichoso el que encuentra en ti su fuerza (Sal 84,16).
– El Señor es mi fuerza y mi energía (Sal 118,14), copiando casi textualmente a Is 12,2, y evocando el inicio del Canto triunfal de Moisés después de cruzar el Mar Rojo: «Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria» (Ex 15,2). Igualmente Jeremías: «Señor, mi fuerza y fortaleza…» 16,2), etc. (porque podíamos traer muchísimas más citas).
Tú, Señor, rompiste mis cadenas
Todo esta mentalidad bíblica refleja una situación de «debilidad» en el hombre que lo imposibilita para salir por sí solo de esa «cárcel», si la liberación, la salvación, no viene de lo alto. Hay un lastre original que tiene al hombre encadenado, impotente para escapar de esa muerte en vida. Esta es la condición humana, sometida a la caducidad, nacer para morir tributarios de los avatares del tiempo y del espacio, que con frecuencia se convierten en una losa pesadísima, que para los existencialistas es «la náusea» y, para quienes miramos a lo alto, es esperar la voz que dice «Escucha, Israel».
Al hombre no solo lo hiciste, Señor, algo inferior a los ángeles (ver Salmo 8), sino que quedó dañado en el meollo de su naturaleza por el mordisco de la serpiente, pero Tú, Señor, «rompiste mis cadenas» Sal 116,16), por eso eres «Bendito», «porque has visitado y redimido a tu pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación», «nos has arrancado de la mano de los enemigos» y has mandado un «sol que viene de lo alto para iluminar a los que vivíamos en tinieblas» (ver Lc 1,68ss) porque, en el fondo, eres Tú quien «me das la fuerza de un búfalo y me unges con aceite nuevo» (Sal 92,10), como, de hecho, ocurrió: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8).
¿Y quiénes son los que se presentan hoy como los grandes adalides de la Humanidad, como el ideal del hombre del progreso, como la aspiración de una sociedad perpetuamente insatisfecha, buscando con anhelo insaciable el más y más en el futuro, huyendo continuamente del presente, mientras con grandes contradicciones adoran su propio ombligo, sin capacidad de ver a los demás, meros instrumentos de sus ansias de dinero, poder y placeres? Son aquellos que «andan como enemigos de la cruz de Cristo; su paradero es la perdición; su Dios el vientre; su gloria sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas» (Flp 3,18-19). Son precisamente los que viven en el polo opuesto de las bienaventuranzas:
1. Felices los ricos, porque se hacen esclavos de su riqueza renunciando a la libertad y temiendo por su vida.
2. Felices los que ríen sin ton ni son, porque la alegría que brota del corazón está lejos de ellos.
3. Felices los que oprimen a otros, porque el aislamiento será su recompensa y la opresión con que oprimen se volverá contra ellos.
4. Felices los que usan la justicia en beneficio propio, porque el juicio del mundo les llenará de vergüenza.
5. Felices los de corazón duro, porque nadie se acordará de ellos y su nombre caerá en el olvido.
6. Felices los que manejan negocios contra la dignidad de las personas, porque tienen que vivir ocultos para que nadie les afee su conducta.
7. Felices los que ganan dinero con la guerra, porque «quien a espada mata, a espada muere».
8. Felices los que persiguen a los que nada tienen, porque al mirar sus manos siempre las encontrarán vacías.
9. Felices los que aplauden la violencia, los asesinatos o los que los manipulan en favor suyo, porque se verán aislados de la gente de buena voluntad. (Tomado de Rafael Iglesias, http://parroquiasantamariadelpilar.wordpress.com/2011/11/01/contra-bienaventuranzas/).
¿de dónde me vendrá el auxilio?
El espíritu evangélico es muy otro, como sabemos. ¡Cuántas veces el Señor, en toda la Historia de la Salvación, se ha servido de instrumentos inútiles, apocados, desobedientes… para llevar a cabo su plan de salvación del género humano! Con mucha frecuencia aparece en la Escritura la expresión «Ego ero tecum» (Yo estaré contigo), consciente de que el hombre no podía llevar a cabo misión alguna y que era Él quien daba el «querer y el obrar para realizar su designio de amor» (Flp 2,13). Moisés se resistió todo lo que pudo para no presentarse al Faraón; Jeremías se quejaba de que era solo un niño y no sabía hablar; Jonás se escapó para no ir a Nínive… Solo Dios buscó a la más mínima entre las mínimas de las criaturas, la Virgen María, para «estar con ella» haciéndola su propia Madre, que pudo cantar “El Poderoso ha hecho grandes cosas en mí” (Lc 1,49).
San Pablo, ya de vuelta de sus amargas experiencias como fariseo, experimentó que lo único que le salvaba de sus pecados era la gracia: «Te basta mi gracia». La fuerza se manifiesta en la debilidad… porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10), como ya lo había expuesto en su carta anterior: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios… Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular lo que cuenta…» (1 Co 1,27ss).
¿Acaso el Señor se complace masoquistamente pretendiendo ajustarnos al espíritu de las bienaventuranzas, llamando dichosos a los pobres, los que sufren, los que lloran, a los castos, a los humildes, a los mansos, a los hombres de paz…? ¿O se trata más bien de ponernos en las manos nuestra propia realidad, para que viendo lo que somos, cómo somos, de dónde venimos y a dónde vamos, podamos levantar los ojos a lo alto: «Levanto los ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor» (Sal 121,1-2)? ¿Se trataría, pues, de una prepotencia innoble por parte de Dios o, mejor, un gesto de su incontenible amor por nosotros? La prueba es Jesucristo: «porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El hombre dejará de vagar erráticamente solo cuando concuerde su “axis” con Jesucristo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6): ahí encontrará su verdadero carné de identidad y su auténtico ADN.
Y ¿cómo lleva a cabo el Señor esta transformación? Me voy a remitir a la lucha de Jacob con Dios en el vado de Yaboc (ver Gn 32,23-33): una pelea durante toda la noche deja a Jacob tocado en el tendón de Aquiles, como signo de su imposibilidad de quedar por encima del Señor, quien además lo bendice de forma especial cambiándole el nombre: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido» (v. 29). El hombre que se «agarra» a Dios hasta arrancarle su bendición, se vence a sí mismo y Dios queda, a su vez, con-vencido de esa criatura, que llevará siempre la marca divina, la de su atracción irresistible, consciente de que «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4,7).