«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Comentaron entonces algunos discípulos: “¿Qué significa eso de ‘dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver’, y eso de ‘me voy con el Padre’?”. Y se preguntaban: “¿Qué significa ese ‘poco’? No entendemos lo que dice”. Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo: “¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: ‘Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver’? Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”». (Jn 16, 16-20)
Los misterios acerca de la voluntad de Dios; sus designios y la manera en que se desarrollan; su amor y misericordia; la esencia de su Naturaleza y todo su ser, en definitiva, constituyen una realidad inalcanzable para el hombre en sí mismo. Solo desde la pureza de corazón y la fe se pueden acoger las revelaciones del Señor; solo teniendo el Espíritu Santo pueden ser recibidas.
Las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles y discípulos eran muchas veces incomprendidas o mal interpretadas. La grandeza de un Dios encarnado es imposible de asimilar por un ser ten débil y limitado como el hombre. Muchos seguidores de Jesús esperaban de Él una especie de reino celestial en la tierra, en el que se implantara la justicia que ellos entendían y esperaban, que pasaba por la eliminación del poder que les estaba oprimiendo y el comienzo de una etapa duradera de prosperidad y libertad.
Por otro lado, sus enemigos pensaban que le podían destruir como a cualquier ser humano. La casta sacerdotal se sentía amenazada y escandalizada. El poder romano lo veía como un peligro para el orden establecido. Lo más conveniente para unos y otros era “eliminar” a ese Jesús que se había convertido en un riesgo inasumible. El ser humano se suele sentir atacado por todo aquello que no comprende y suele responder hacia ello con agresividad.
Tampoco los apóstoles que aparecen en este evangelio entienden lo que les está diciendo Jesús. Pero no se atreven a preguntar. Jesucristo, en su misericordia y conociendo su inquietud, les dirige unas palabras de tranquilidad y sosiego que actúan como bálsamo para sus agitados corazones. Les anuncia que ese “dentro de poco ya no me veréis” significa la aparición en sus vidas del Espíritu Santo, que reportará una fuente de gozo permanente para todo aquel que le abra las puertas de su corazón. El Paráclito los guiará y será su consuelo y fortaleza en medio de las tribulaciones de cada día.
Que Jesucristo “suba al Padre”, no debe ser, por tanto, motivo de tristeza. La verdad, que reina como causa permanente de alegría, es que su resurrección anticipa la de todo el género humano. Nos dice Jesús que todo el que le siga experimentará que la tristeza y las penas se transforman en alegría y gozo, y Él nunca nos engaña. De igual manera, los que ahora centran su alegría en las cosas de este mundo, cambiarán su risa por llanto.
Muchos seguidores de Jesús solo ansiaban la solución a sus problemas terrenales: liberarse de la pobreza, la enfermedad y el dominio romano. No entendían la cruz, se escandalizaban de ella; no comprendían su valor y necesidad para alcanzar la felicidad eterna; querían resucitar sin morir. Y es que el pensamiento del mundo ve en la cruz algo absurdo y abominable. Jesús dirige a Pedro unas durísimas palabras cuando pretende apartarle de la cruz, porque, con toda su buena intención, estaba invadido por la forma de pensar del mundo. ¡Qué importante y necesaria será la cruz cuando el Señor habla de esa forma a Pedro!
Jesús nos llama a que nuestro pensamiento nunca pierda la visión del cielo. Así evitaremos o aliviaremos muchas tristezas y ganaremos una alegría interior inmune a los ataques de este mundo. Nuestra vida es un viaje cuya meta final es el cielo; durante el trayecto podremos transitar por buenos lugares pero también pasaremos por rincones que no nos gusten y el clima será favorable o no. Sin embargo, nunca debemos perder el norte, es decir, siempre se debe tener presente que nuestro objetivo es llegar a la meta y todo lo que hagamos y pensemos tiene que ser relativo a este fin.
El Señor nos ha marcado una hoja de ruta que quizás no nos guste o no entendamos, pero en la fe sabemos que es la única que nos lleva hasta Él. Por eso el sufrimiento y las adversidades no nos deben llevar a la tristeza, porque forman parte del plan que Dios ha diseñado para que podamos ser felices eternamente junto a Él. Esto es lo único verdaderamente importante para todo hombre y constituye una fuente inagotable de paz y alegría. Si ponemos los bienes del mundo por encima de Dios es como el que vende el coche para comprar gasolina.
Jesús retornaba al Padre y no quería que sus discípulos se dejaran atrapar por la mentira, el desánimo o la tristeza. Hoy también se dirige a esta generación, a cada uno de nosotros, para que pongamos la mirada y el deseo en lo único que nos puede llevar a la alegría, sin olvidar que la cruz es un pasaporte seguro a la vida eterna.
Hermenegildo Sevilla Garrido