En una pausa
de recogimiento,
abro la Biblia
y me encuentro con
aquel elogio de Jesús
sobre su precursor:
“Os aseguro que no
ha nacido de mujer
uno más grande
que Juan el Bautista,
aunque el más pequeño
en el reino de los cielos
es más grande que él”
(Mt 11,6)
Prólogo
La perplejidad se apodera de mí ante esa paradoja: por un lado, Juan Bautista es el más grande y, por otro, el más pequeño. ¡Con la de personajes ilustres y grandes que ha habido en toda la historia del pueblo de Israel!: Ahí está Abrahán el padre de todos los creyentes y toda la lista de los patriarcas: Isaac, Jacob y sus doce hijos; ahí está Moisés, figura indiscutible del Mesías venidero; ahí está el Rey David, puntal del pueblo hebrero; ahí está el coro de los profetas… ¡Y ha tenido que venir este eremita, con sus pintas estrafalarias, para merecer semejantes alabanzas de Jesús! Y encima el Maestro va y nos dice que el más tontito del pueblo, ese que ha sacado un cinquillo raspado en el juicio divino para entrar en el cielo, ese que ha vivido a lo loco y, en sus últimas, ha sido capaz de decir “Señor, te amo”, es todavía más grande que Juan Bautista.
Pues no lo entiendo o, mejor, empiezo a darme cuenta de que “mis criterios no son tus criterios, Señor”, y, ante semejante paradoja prefiero quedarme mudo, porque, todavía para más “inri”, Juan Bautista, el “más grande”, se considera un don nadie, heraldo de quien “viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia” (Jn 1,27).
Acto primero
Pues si Juan Bautista es tan grande y era solo el mensajero, ¿cuál será la grandeza del Señor que él anuncia? Resalta así que Jesús, entonces, es el más grande de verdad. ¿Será esto cierto? Porque yo tengo la impresión de que en realidad las cosas funcionan de otra manera. En la vida de cada día, con las gentes con que me encuentro —en el colegio, en la oficina, en el taller, en el mercado, en el autobús, en la ventanilla de correos o del banco, en la calle, en la reunión de vecinos, en el círculo de mis familiares, tal vez en mi propia casa…—, Jesucristo es el gran desconocido: no es ni el más pequeño ni el más grande; no es, simplemente; no pinta nada, se le ignora o es ignorado: hay masas ingentes que nunca han oído hablar de él.
Recuerdo que hace muy pocos años había una encuesta sobre quién era el personaje más ilustre o de más renombre entre los conocidos de los encuestados: las respuestas se dividieron entre los famosos de la canción, del deporte, del dinero, del poder, de la política y otros héroes de la historia…; Jesucristo ocupaba, creo, un puesto más allá del número cien… ¡Qué decepción!
He hecho una segunda pausa y he mirado dentro de mí preguntándome: Y yo, ¿conozco de verdad a Jesucristo? Me he quedado quieto y me parece que el suelo ha empezado a moverse bajo mis pies… y muchas seguridades a bambolearse. De repente, como a Pedro, me parecía que el Señor me preguntaba: “¿Me amas?”… Ha seguido un silencio y, al final, con los ojos humedecidos, me parecía oír una voz en mi interior que quería responder: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
Acto segundo
En estas estaba cuando, pocas horas después, me vi en la coyuntura de acercarme al centro de la ciudad a realizar unas compras, justo en una tarde de fiestas, de ofertas y de rebajas… ¡Madre mía!, ¡qué barahúnda, qué ruido y confusión! Era una marea de gentes que iba y venía por oleadas en todas las direcciones. ¡Qué bullicio!: eran miríadas y miríadas, no exagero: el metro sacaba multitudes a la superficie como un volcán arroja lava. Era un tropel de muchedumbres trajinando de acá para allá, de manera que dar dos pasos para moverse parecía casi misión imposible… Logré comprar lo que llevaba en la cabeza y, tras pedir a alguien que me indicara la salida más cercana para escapar de aquella trampa, pude alejarme de allí poco a poco.
Sé que no soy el único que ha tenido una experiencia así; pero lo que más me abrumaba era el rostro y los gestos de las gentes: parecíamos muñecos autómatas moviéndonos en un circo laberíntico, con los ojos indiferentes, que pasan continuamente de largo sobre los que, a su vez, te pasan a ti y tú a ellos: nadie se fija en nadie, si no es, acaso, para dar un suave empellón a alguien para abrirse camino o para recibir un empujoncito de algunos que te acosan por delante y por detrás. Cada cual va a lo suyo y solo algunos grupos aislados hacen corro para llamar la atención con algún espectáculo o musiquilla y recabar cuatro cuartos, mientras algunos padres chillan a sus hijos para que no se suelten de sus manos. ¿Es así la feria de las vanidades que nos han contado a veces nuestros mayores? Pocas veces me he sentido menos persona que en medio de semejante tropel con tantas idas y venidas husmeando de un lado a otro. Pocas veces, en medio de tanto barullo, me he sentido tan solo. Pocas veces, en medio de tanta confusión, he querido cerrar los ojos y desaparecer deprisa muy lejos.
Acto tercero
De pronto me ha venido a la mente aquello de que andamos “errantes como ovejas sin pastor” (Mc 6,34). ¿Qué haría Juan Bautista en medio de esta algarabía?, comencé a preguntarme. ¿Cómo iría vestido ahora? La mente empezó a trabajar y no transcribo lo que pasó por ella, porque estoy seguro de que también tú eres capaz de fabricar la escena… Supongo que no empezaría a increparnos: “Raza de víboras…” (Mt 3,7), porque ya me imagino que en seguida se le echaría encima más de algún Herodes. Por eso me pregunté, más bien: ¿y qué haría el mismo Jesucristo ahora aquí? Y entonces sí que supe verlo mirando a las turbas con grandes ojos de misericordia, pero no supe poner en su boca palabra alguna, como si deseara que atrajera a todos resumiéndonos, por ejemplo, el Sermón de la Montaña… Pero no, también hallé la respuesta de Abrahán al rico Epulón: “Tienen a Moisés y a los profetas, ¡que les oigan!… Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite” (Lc 16,2931).
Epílogo
En otra tercera pausa de recogimiento, caí en la cuenta de que Juan Bautista soy yo, de que Jesucristo soy yo y he tenido ganas de subirme a un banco o encaramarse a algún sitio y ponerme a gritar: “El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15); pero se asentaba mí el miedo, el sentido del ridículo y la vergüenza… Me sentía incapaz de convencer a nadie a pesar de que Jesucristo haya muerto y resucitado y mi única reacción fue ponerme a llorar, como San Juan, porque nadie era capaz de abrir y leer el libro sellado con siete sellos, que es como parece estar la Palabra de Dios para esta generación, que “tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye” (Sal 115,5-6): “Y yo lloraba mucho porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de leerlo” (Ap 5,4).
Y así me he quedado paralizado ante mi nulidad e ineptitud. Pero tú, Señor, que de la nada creas el Universo, que de la muerte sacas la vida y de la cruz la gloria, infundes tu Espíritu, renuevas la faz de la tierra y haces que “el celo por tu casa me devore” (Sal 69,10; Jn 2,17), para que no me quede encerrado en mi ensimismamiento, cobrando fuerzas en la certeza de que “la esperanza no defrauda”(Rm 5,5), que es “dichoso el que no se siente defraudado por mí” (Mt 11,6), porque “tú solo tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).